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“Para cambiar el Congreso hay que cambiar el país”: De la Calle

Crónica de un veterano político debutando en el Congreso, escrita para el Festival de las Ideas, en Villa de Leyva.

Humberto De La Calle

Humberto De La Calle (Colprensa/ Archivo)

Ante estas invitaciones tan obligantes, uno siempre se pregunta: ¿Qué voy a decir?

Alejandro Santos me pidió que me detuviera sobre todo en el papel del Congreso.

Inmediatamente llegó a mi mente la anécdota de un gran amigo, ex ministro de Educación, que fue invitado a Oxford como profesor itinerante. Diseñó un panorama para su trabajo que pretendía desentrañar el papel de la educación en el sub desarrollo. Su tutor le dijo: aquí tiene esta biblioteca centenaria a su disposición. Y un acumulado de sabiduría probado mundialmente. Esas reflexiones que usted propone han sido digeridas por décadas. Lo que nos interesa de usted es esto y solo esto: escribir un paper sobre cómo ser ministro de educación al frente de un fuerte sindicato de maestros en un país con fuertes carencias dentro del magisterio y fuera de él.

Parecía una pequeña gota en un océano de sapiencia, razón por la cual frunció el ceño. No, le dijo el tutor. Esa gota es innovación. Así se construye la ciencia. Esos pequeños avances, que sin embargo contienen una experiencia nueva, mueven así sea un milímetro el acopio de la sabiduría.

Agrego esto: en mis años de estudiante de derecho había que presentar una tesis de grado. Me atrevo a decir que el ochenta por ciento de mis compañeros escribió sobre la legítima defensa. Cientos de citas ajenas que solo beneficiaron la industria del papel.

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Entonces no voy a hablar de temas trillados que yo mismo he trajinado durante décadas. Crisis de representación, desinstitucionalización de los partidos, regimentación de la financiación de campañas y partidos, cifra repartidora, lista cerrada, en fin, toda una serie de elementos que aunque son importantes, apenas alcanzarán a retener la atención de ustedes por cinco segundos. Son intervenciones de canto gregoriano, de esas que uno oye y no oye. Como la lluvia.

Más bien voy a ensayar, a la manera de mi amigo, una crónica sobre mi llegada al Congreso. Un aterrizaje de un novato en esas lides pero acompañado de una cierta veteranía que algunos consideran ya excesiva. Me dicen que no moleste más y que me vaya a jonjoliar a mis nietos. No es mala idea, pero para ser políticamente correcto habría que realizar una consulta popular con mis 6 nietos. ¿Y si hay empate entre el Si y el No? Ya veremos.

Entonces apelemos a Jonás. Él no conocía obviamente, pero tampoco imaginaba, lo que era la ballena por dentro. Un aventurero. Alguien diría que yo le llevo ventaja porque si bien no conocía el Congreso por dentro, al menos sí lo había imaginado. Una imaginación basada en líneas generales en la antipolítica, acompañada a veces incluso con más pimienta por parte de mis compañeros de viaje, con una antipolítica que no podía disimular su propósito político. Lo que ahora quiero reseñar es cómo he percibido el choque entre una narrativa imaginada y una realidad vivida en las intimidades del recinto. No es una descripción de corte moralista. Prefiero ser una especie de entomólogo.

Primero: ¿Son los congresistas unos vagos? Podría esquivar la pregunta diciendo que, como en toda comunidad humana, hay vagos y trabajadores admirables. Hay zánganos en los panales. Pero esa respuesta sería insuficiente. Mi percepción hoy, que incluso he sufrido, es que hay un trabajo descomunal y casi sobre humano. No sé cómo era antes. Pero ahora, los afanes del gobierno, el deseo de salir de la crítica y la férula de Roy Barreras, ha hecho del Congreso una tabla de suplicio. Sesiones de más de 12 horas. Agenda volátil que cambia a cada rato. Imposibilidad de tener una vida fuera de la burbuja del Capitolio. Aclaro lo de la férula de Roy: no ha sido arbitrario, no ha impedido la expresión de los senadores, pero sí ha puesto en marcha una máquina que se mueve con la velocidad del proyecto Artemisa, solo que no va para la Luna. O eso esperamos. De paso, la ley de bancadas hubiese permitido que voceros de partidos tuviesen un poco de tiempo decente para exponer sus ideas, y a la vez hubiésemos logrado que el tiempo total empleado en cada iniciativa fuese, no solo menor, sino menos repetitivo. Pasa de lejos por la tortura, eso de oír más de 100 voces diciendo lo mismo. Unos a favor otros en contra. Pero repita y repita hasta la obsesión. No ha sido así. De manera libre y respetuosa, Roy ha permitido todas las intervenciones. Pero limitadas a tres minutos, lo cual produce dos efectos: cada intervención es apenas un slogan, una especie de trino Y, por contera, después de seis horas uno entra en la etapa de desespero al escuchar siempre el mismo argumento repetido ad infinitum. Una verdadera aberración. Quizás Roy en su sabiduría pensó que, en un Congreso renovado al 60%, era mejor dejar quemar la etapa del descorche. Que cada quien agote su figuración a la espera de que el nivel de las aguas baje.

Esta situación está ligada a la proliferación de iniciativas. Es algo inverosímil Se usa un baremo a la manera de los falsos positivos: se mide al Congreso por el número de leyes aprobadas y no se lleva la contabilidad de las negadas en buena hora. Peor aún: el congresista destacado parece ser el que presenta más iniciativas sin consideración a la calidad y al éxito en la discusión. Esa erupción imaginativa nos conduce a un tsunami de ideas que, aunque solo sea desde el punto de vista estadístico, no logran escapar al nivel aceptable de ridiculez. Algunos Congresos tienen una especie de asesoría previa antes de acometer la discusión. Quizás bastaría crear, como lo ha propuesto Ricardo Silva, el psiquiatra general de la nación. Y comenzar con los congresistas a ver si les pueden insuflar un poco de superyó que evite estos desbordamientos narcisistas.

Un hecho llamativo, que es más agudo dentro del recinto que en la señal de TV, es que generalmente cada orador prácticamente lo que hace es un monólogo autista. Nadie parece poner cuidado. Se habla, se da la espalda, se hacen chistes, se come, se mira el celular, se codea al vecino, en fin. Un verdadero mercado persa. Es decir, una violación de la urbanidad de Carreño de la tapa al epílogo. Pero hay que ser justos: esto se agudiza frente a temas que, de entrada, parecen rutina. Aunque también hay casos de temas importantes que nadie escucha porque no desaparece totalmente el alboroto. Aumenta un poco la atención. Pero sobresale en ese carnaval, el cerebro de quien preside. Son cerebros multi tasking verdaderamente privilegiados. Oyen/no oyen las intervenciones, atienden las múltiples conversaciones que les plantean al oído, están pendientes de la siguiente proposición, ordenan el debate, contestan al teléfono, suben perritos al estrado, regañan a los vociferantes. Antaño, algún presidente leía poemas de Unamuno mientras presidía. Lo hacía de manera subrepticia, poniendo el libro en el regazo. No había videos celulares. Esos privilegiados poseen cerebros con más de dos hemisferios. No puede haber otra explicación.

Pero en medio de la barahúnda, las cosas suceden. Se toman decisiones. Tanto cuando se aprueban proyectos como cuando se hunden. Hay una especial finura para dejar morir por trámite aquellas ideas que, si bien el congresista no comparte, tampoco se atreve a rechazar para no aparecer políticamente incorrecto. Eso significa que esta pesada máquina, que se parece a un bulldozer gigantesco, pesado y torpe, monótono y en apariencia irrelevante, se mueve. Recordando el juicio a Galileo, cuando salvó su vida, una vez quitada la coyunda de su cuello, afirmó “pero se mueve” aludiendo a la tierra. Ese lento y pesado aparato, se mueve pese a todo.

Me ha sorprendido la enorme cantidad de personas que vagan por los pasillos, sin rumbo fijo, y también, las varias centenas de individuos que están en la puerta del recinto hasta el punto de que salir de allí es una verdadera odisea. Le asedian, le ponen hojas de vida en el bolsillo, le piden saludos por video para lugares inverosímiles o parientes de toda procedencia, le piden un minuto para explicar ideas geniales sobre el precio del dólar o el meteorito que se acerca a destruir la tierra. En fin. Una ida al baño se convierte en una pesadilla. Viola los derechos fundamentales un oficio en el que no se puede orinar tranquilo.

Pero el resultado final de toda esta amalgama, es que el congreso es como el país. Es como una muestra de sangre que rebela el tamaño de la enfermedad o la suficiencia de la salud, que muestra tanto los anticuerpos como los microbios. Para decirlo en una sola palabra, el congreso es auténtico. Es un espejo de la nación. Hay desinteresados, brillantes, ladinos, hiper inteligentes, filibusteros, algunos piratas, hay quien tiene agenda escondida. Hay de todo. Lo único que no hay es tontos de capirote. Es la nación allí reunida. Con sus sueños, sus quebrantos, sus argucias, sus inmoralidades, sus mitos y sus prejuicios.

La lección final para mí es ésta: para cambiar el Congreso, hay que cambiar el país

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