Sábato, siempre
Esta nota es el testimonio de un fugaz encuentro con Ernesto Sábato. Llegué prevenido, temeroso, desconfiado por su mala fama de hombre poco recomendable por su áspero carácter. Fue sólo un rato donde encontré todo lo contrario, cariño, comprensión, compasión por mi ignorancia y amabilidad extrema. Me empujó con palabras sabias a descubrirlo en sus libros. Ernesto Sábato es un héroe que guardo en la tumba de mi recuerdo <br />
Por allá en una primavera de 1998 estaba en Buenos Aires haciendo notas previas al Mundial de Francia y decidí buscar al escritor que había marcado buena parte de mi lectura que no era mucha: Ernesto Sábato. Fu fácil saber donde vivía pero muy difícil encontrarlo. Dos veces tomé el destartalado y maloliente tren de General San Martín para llegar hasta Santos Lugares, la ciudad donde vivió casi toda su vida, pero nunca lo pude ver. Me paré frente a su casa en la Calle Langeri, una construcción blanca con pedazos de ladrillo amarillo sin pintar, tapada por las plantas silvestres de su antejardín, hablé con sus vecinos, me hice amigo del señor de la tienda del lado, toque muchas veces el timbre lleno de corriente como para evitar visitantes y aunque siempre atendió a la puerta una señora amable pero distante, no se cansó de decir que no estaba. Decidí dejarle una nota diciéndole que volvería al día siguiente por tercera vez en las horas de la tarde, que era colombiano y que sólo quería escucharlo un rato. Le anoté que había recorrido casi 5.000 kilómetros con la ilusión de conocerlo y que ahora los 40 minutos que separaban mi hotel de su casa no iban a ser impedimento para lograr mi objetivo. Ya había estudiado sus movimientos, sus hábitos y sus costumbres y sabía que no era amigo de recibir vistas. Al otro día llegué temprano a inspeccionar el lugar. Mi amigo de la tienda me dijo que lo vio salir con el perro y que debía regresar para almorzar. Pues me parqueé frente a su casa y lo esperé en medio de un frio insoportable. Una hora después apareció con un amigo y lo abordé. Me dijo: ¿usted es el colombiano de la nota? Si señor yo soy y para mi es un honor y un placer conocerlo, le respondí. “Cuando me conozca ese placer no lo va a ser tanto”, me dijo, “si quiere coma algo por ahí y nos encontramos en esta puerta a las tres”. Pasaron más de dos horas interminables donde repasaba cada pregunta que le iba a hacer y cada recuerdo de sus libros. Cuando llegó el esperado momento, me agarró del hombro cariñoso: “no me gusta recibir gente en mi casa y menos ahora que Matilde está enferma, pero ya que viene de un país que quiero tanto dígame ¿qué quiere? En ese momento salió el sol y empezó uno de los ratos más alucinantes de mi vida. Iban a ser 15 minutos, pero nos quedamos, primero caminando y luego sentados en un parque, un par de horas maravillosas. El hombre que lo acompañaba siempre vigiló nuestra conversación. No recuerdo muy bien lo primero que le pregunté pero el libreto tan minuciosamente preparado quedó deshecho cuando Sábato empezó a hablar y a contarme que eran para él las tardes de sol en primavera. Al saber que era periodista deportivo que conocía algunos de los legendarios famosos de Estudiantes de La Plata de finales de los 60 como Zubeldia, Bilardo, Manera, Pachamé, Ribaudo que estuvieron en nuestro país, se regó en historias y no paró más. Era furibundo hincha de Estudiantes, sabía de sus hazañas y sus fracasos, admiró ese grupo de jugadores y técnico pero también los cuestionó, como era su mundo. “el hombre es dual, en medio de la desesperanza hay esperanza. Son como los gritos de una persona en una torre que se está incendiando, puede que se salve”. Era un enamorado del fútbol porque en él se concentraban todas las escancias del hombre, las que tanto menciona en sus obras. “Soy anarquista, francotirador y suelto. La literatura es un acto antagónico de la realidad”. Me contó sobre sus épocas cuando jugaba en el Club Atlético Defensores de Santos Laguna, “si todas las personas jugaran fútbol, este mundo sería mejor”. Cuando se refería al balón cambiaba su expresión, seria, decidida, y se entregaba a la anécdota y el recuerdo. “Siempre tuve la idea de un socialismo con libertad, no estoy de acuerdo con el supercapitalismo ni con el supercolectivismo. Y esa alternativa se ve en las canchas cuando se juega a la pelota, hay reglas que se respetan, dos bandos, jugadores que pueden crear e improvisar, hay límites y restricciones, dos maneras de encarar el mismo objetivo que es el gol y seres que dejan el alma por obtener la victoria que siempre es del equipo. Así debería ser la vida”. Me conmovió profundamente escucharlo. Eran palabras de maestro, de papá y de sabio. Todos decían que Ernesto Sábato era osco, antipático, solitario, vanidoso y pesimista. En sus letras son evidentes sus infiernos, sus sufrimientos, su tragedia, pero en ese parque de Santos Lugares fue un canto a la vida, a la esperanza, a la lucha y a las felicidades también inmersas en su obra y en esa dualidad que repetía y repetía. “No esperen encontrar en este libro mis verdades más atroces; únicamente las encontrarán en mis ficciones, en esos bailes siniestros de enmascarados que, por eso, dicen o revelan verdades que no se animarían a confesar a cara descubierta”. En “Antes del fin” escrito como epílogo de vida y como reproche a la existencia, encontramos la más bella ilusión y la mejor disculpa para habitar este mundo con sentido y con conciencia. Sábato nos enseño a que uno no puede ponerse del lado de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la padecen, nos enseño a que en tiempo de crisis, sólo el arte puede expresar la angustia y la desesperación del hombre, ya que a diferencia de todas las demás actividades del pensamiento, es la única que capta la totalidad de su espíritu y nos enseñó que aunque es terrible comprenderlo, la vida se hace en borrador y no nos es dado corregir sus páginas. Sábato fue primero físico y después escritor, fue primero escritor y después pintor, fue primero pintor y después poeta. La literatura lo salvó de los dos motores de la civilización de su tiempo: el dinero y la razón. La pintura lo trasportó del mundo racional al irracional. Y la poesía lo rescató de la cárcel del infierno a donde lo llevó la escritura. Uno de los muchos libros destruidos por él fue “La fuente muda” que tenía el mismo nombre de un poema de Antonio Machado a quien adoró. Dijo que por fortuna nunca se sacó por ser más imperfecta que los otros. Sólo público 3 novelas y siempre pensó que eran demasiadas. Fue implacable con sus obras que escribió con dolor y quemó con dolor. Tenía un espíritu autodestructivo; “No creo mucho en un escritor que no es capaz de tener piedad por sus criaturas” y era claro con una sentencia: “Vivimos como si hubiéramos llegado a los límites últimos de la existencia”. Descubrí a Ernesto Sábato con “El Túnel” publicado en 1948, un libro que se lee de un solo tiron. En las dos primeras líneas se sabe cuál es el asesino y quién la víctima porque el protagonista lo relata. La historia, bien existencialista y narrada en primera persona, se recorre con ironía por la amargura y el amor convertido en odio. Lo publicó por darle gusto a su esposa Matilde. Trece años pasaron y apreció “Sobre héroes y tumbas”, la novela más importante y la encargada de universalizarlo. “En ese tiempo seguí explorando ese oscuro laberinto que conduce al secreto central de nuestra vida, hasta que desalentado por los pobres resultados terminaba por destruir los manuscritos”. Sus amigos lo indujeron a publicarla. En ella indaga sobre las verdades más atroces del hombre y reflexiona sobre la historia argentina. Todo a lo largo de la obra se cuelga del pesimismo y se va haciendo negativo y sin salida. Los abismos infernales de la vida son recurrentes en medio de un doloroso surrealismo. “El sufrimiento es la superioridad del hombre sobre Dios. Donde hay dolor, hay un suelo sagrado”. Exactamente en la mitad del libro aparece el famoso “Informe sobre ciegos”, que pudo ser otra novela pero que Sábato siempre calificó de injustificada inclusión. Es altamente subversivo y quiso que su personaje central brillara por su ausencia. Se llama Fernando Vidal Olmos, lo asesina su incestuosa hija que luego se prende fuego y se quema viva. Narra su gran pesadilla como un vómito aterrador. Es perturbador leerlo y escribía que era “una atroz fantasía producto de mi enfermiza condición”. Quien lo creyera, en los últimos 30 años de su vida escribió muy poco y se dedicó a la pintura, a muchos autorretratos, a sacar del alma su tragedia. Pintó casi ciego, pero veía mejor la verdad del mundo que cualquiera. Sus ojos fueron el corazón y el pincel su mente. Le supliqué en aquella primavera que me mostrara sus obras, pero me dijo: “mi basura mental la puedes leer en mis libros”. Sus duras palabras, eran como caricias suaves del viento y dulces abrazos de conocimiento. “El arte es la única actividad humana que permite exponer la crisis del hombre y permite salvarlo”. Siguieron muchos ensayos sobre derechos humanos, democracia, cruce de cartas con el Che Guevara, el dolor por su Argentina y la existencia de Dios. Criticó los políticos, fue enemigo público de Perón, respetó a Evita y siempre estuvo lejos del pensamiento y la obra de Borges aunque reconocía su importancia. “La literatura de Borges es de torre de marfil, la mía está más comprometida con el hombre”. Tuvieron encuentros académicos, diálogos, pero el rencor político los alejó. “Con Borges la amistad no es probablemente posible”, decía Sábato, “la demagogia es a la democracia, lo que la prostitución es al amor”. La película de su recuerdo no era de lamento, tampoco de decepción, se refería siempre a lo que podría venir y al destino del hombre. “Me arrepiento de todo y no me arrepiento de nada”. Terminando los años setenta consideró algunas obras de García Márquez y Vargas Llosa como destacadas, pero se sentía ajeno a ese nuevo boom que calificaba de “fenómeno literario, publicitario y comercial”. Volvieron a pasar otros trece años, llego 1974 y apareció “Abaddón el exterminador”, su tercera y última novela, apocalíptica, difícil, el mal gobernando el universo, con historias que cuentan la destrucción del hombre y personajes que gritan y callan. Otra vez su vida esta presente. El artista, que siempre fue, surge imponente en medio de su angustia. “No hago dogmas con algo tan sagrado como el arte”. Abandonó la física para escribir por su ansiedad, dejó las letras para pintar su desdicha y dejó este mundo para santificar la ilusión que nunca aceptó pero que siempre tuvo. Pensó que “la tierra va en camino de transformarse en un desierto superpoblado”, que la tecnología arrasará con las personas y que la dignidad de la vida humana no está prevista en ningún plan de desarrollo y de globalización. Los tres textos finales de su producción son su testamento. En “Antes del fin” publicado en 1998 presagiaba la muerte. Sentía que ya tenía el boleto para su partida y que debía que dejar una voz de esperanza sin violentar su más intima escancia. Pero el tren de la eternidad hizo una parada y escribió “La resistencia” en el año 2000. Ya no tenía el control de los teclados y recurrió a su fiel secretaria, Elvira González Fraga, para terminar las cinco cartas. No quería irse de este mundo, o llegar a su destino sin resistirse a la vida. Se demoró mucho tiempo para no confundir resignarse con aceptar. Entendió que resignarse era una cobardía y que aceptar era el respeto por la voluntad ajena y nos dejó una hoja de ruta llena de afecto, genialidad, consejos, bondad y esperanza. Pero como el tren seguía y no se detenía, le quedaba su última estación: una parada técnica en la tierra de “El Quijote” que fue su obsesión y su dicha, el libro que nunca dejó de leer o soñar, donde comprendió el gran mito que es el corazón del hombre y le dictó a Elvira, porque ya no podía escribir, “España en los diarios de mi vejez”, un viaje que se hace al lado de Sábato. Deja la ficción de siempre y nos atrapa en recuerdos, experiencias, reflexiones, anécdotas y valoración de lo cotidiano. “En la vida todo es útil para un escritor, el sufrimiento es más didáctico que la felicidad. Sufrir enseña mucho y el mundo nada puede contra un hombre que canta en la miseria. En la tristeza todo se vuelve alma”, escribió Sábato. Con su testamento, en los tres libros finales, no sufrió, alejó sus fantasmas y planteó las dos verdades que siempre proclamó y conoció, la verdad de la ciencia que no depende de los gustos y la verdad que proviene del fondo de nuestras almas que no tiene explicación razonable; eligió la segunda. Desde joven vivió la zozobra de la libertad que solo encontró con su muerte, que halló cuando el tren arribó a su meta, cuando paró frente a su casa de Santos Lugares en la Calle Lengeri 3135. Esas dos horas de generosidad con un indefenso ciudadano se siguen alargando en mi memoria y me hubiera gustado haber estado mucho tiempo cargando las maletas del pasajero Ernesto Sábato Ferrari porque en ellas hay verdades que no pasarían la aduana de la razón y de la lógica. “He olvidado grandes trechos de la vida y, en cambio, palpitan todavía en mi mano los encuentros, los momentos de peligro y el nombre de quienes me han rescatado de las depresiones y amarguras. También el de ustedes que creen en mí, que han leído mis libros y que me ayudaran a morir”.




