Salud y bienestar

Coronavirus

El drama de las trabajadoras domésticas en medio de crisis de COVID-19

Este gremio es uno de los más afectados por la pandemia. En pocos casos han recibido auxilios.

Imagen referencia.

Imagen referencia. (Colprensa)

“Cuando esto pase yo miro si la llamo”. Ese es el mensaje que miles de trabajadoras domésticas han recibido de sus empleadores desde el pasado 20 de marzo, cuando se inició el aislamiento por el coronavirus en Colombia. No solo no pueden salir de su hogar para cumplir con su trabajo limpiando, cocinando y cuidando otras casas, sino que el aislamiento hizo que sus labores se volvieran prescindibles. El resultado: desempleo.

Según la Escuela Nacional Sindical (ENS) más de 687 mil personas se dedican al trabajo doméstico en Colombia. De esta cifra, el 95 por ciento son mujeres, muchas cabeza de hogar y en condiciones precarias. “Estamos en la informalidad de la informalidad”, dice Ana Salamanca, presidenta del Sindicato de Trabajadoras del Hogar e Independientes, Sintrahin.

Ahora que se están retomando las actividades económicas, entre esas este tipo de trabajo, muchas se preguntan quién garantizará su seguridad y cómo las recibirán sus jefes, si es que las vuelven a contactar.

Los empleadores no están volviendo a llamar y en los edificios la administración no está dejando entrar a las empleadas”, relata Maria Helena Luna, representante de la Asociación de Trabajadoras Remuneradas del Hogar y a quien la zozobra sobre el futuro de su gremio se le nota en la voz.

Dice, además, que temen que sus jefes no puedan cumplir con las condiciones de salubridad necesarias, por lo que decidan no contratarlas. Esto, con el agravante que ningún mandatario local o nacional ha reglamentado normas de salubridad para este trabajo en particular. “Yo salgo a la calle y no sé qué me espera, cojo un bus y no sé qué me espera. El empleador tendría que responsabilizarse mucho de nosotras y yo no creo que lo pueda hacer”, sostiene Ana Salamanca.

La falta de claridad sobre qué responsabilidad deben asumir los empleadores de trabajadoras domésticas y los protocolos básicos de salubridad dejan en el limbo a las personas que ejercen este oficio, y les quita la posibilidad de retomar a sus actividades y por ende a sus ingresos.

A esto se suma la incertidumbre por los pagos de las primas por cuotas -si se las llegan a pagar- a pesar de que este derecho lo adquirieron legalmente desde el 2016.

Pero la crisis va más allá. Algunas de las mujeres que han regresado al trabajo denuncian excesos en la indumentaria que les piden sus empleadores, sin asumir ellos el costo, y hasta humillaciones para darles el empleo.

El pasado martes, Maritza Delgado, una mujer que lleva 23 años trabajando en servicios domésticos, regresó a laborar donde una de sus empleadoras, tras 76 días de estar cesante.

Recibí la llamada para regresar, pero con varias condiciones. Fui, tras hacer malabares para conseguir transporte público que no estuviera tan lleno. Eso me retrasó un poco, pero iba con toda la indumentaria que ella me pidió: guantes, tapabocas, mascarilla transparente y un overol antifluidos. Cuando llegué no me dejó subir derecho al apartamento. En la portería me hizo quitar los zapatos y el overol y literalmente me bañó con alcohol. Me fui caminado descalza y cuando llegamos me hizo entrar derecho al baño y me obligó a ducharme. Tuve que trabajar con una camiseta y una pantaloneta que ella me dio. Al terminar la jornada, me hizo vestirme nuevamente, en la puerta del apartamento. Me sentí humillada", relata Maritza.

No es distinta la experiencia de Carmen Duarte. Tiene tres empleadores diferentes. Trabaja en sus casas cinco días a la semana desde hace más de cuatro años. El 24 de marzo los tres le notificaron que no necesitaban sus servicios hasta que se levantara la cuarentena.

Solo uno de ellos ha estado pendiente de su situación y le pagó durante abril y mayo los 50.000 pesos semanales que cancela habitualmente. El segundo le informó la primera semana de abril que no volvía a contratarla, y el tercero le pidió que fuera a arreglar su casa el 25 de mayo, con la condición de que solo sería por ese día, pero debía llevar certificado médico, traje antifluidos, cubre zapatos de tela quirúrgica, mascarilla de cara completa y guantes. Todos esos requerimientos tienen un valor cercano a los cien mil pesos; su pago era de 55.000. Carmen ni siquiera tenía con qué recargar la tarjeta de Transmilenio.

“Cuando una mujer trabaja para 3, 5 y hasta 6 empleadores, ninguno se atribuye la responsabilidad de nuestros derechos; trabajamos para todos y finalmente para nadie”, dice Claribed Palacios, presidenta de la Unión de Trabajadoras Afrocolombianas del Servicio Doméstico en Colombia, Utrasd.

En esta organización, el primer sindicato de trabajadoras domésticas con enfoque étnico en el país, hay 530 mujeres afiliadas; mientras que en Sintrahin, que tiene presencia en Bogotá, más del 70 por ciento de las afiliadas son las únicas que llevan ingreso económico a su hogares.

En un gran número hay otro denominador común: mujeres que salieron desplazadas de sus regiones, tuvieron que dejar a sus hijos al cuidado de un tercero en sus lugares de origen o han tenido que afrontar violencia de género que las ha dejado responsables de sus hogares.

Otras historias en medio de la crisis

Sandra García tiene 35 años y desde hace 14 se dedica al trabajo doméstico. Empezó a trabajar como empleada interna en casas de Medellín porque la necesidad le ganó. “Fue lo primero en lo que conseguí trabajo y aquí me quedé”, cuenta. Cuando tenía 13 años se mudó allí con su mamá desde Novita, Chocó, quien huyendo del maltrato de su esposo, decidió irse con sus hijos y empezar una vida nueva en Medellín.

Lleva 10 años trabajando para una señora en El Poblado, uno de los sectores más costosos de la ciudad. Antes de la cuarentena tenía descanso cada miércoles y sábado, días en los que volvía a su casa en el barrio Caicedo, al oriente de la ciudad, en donde vive su esposo y sus dos hijas, de 14 y 11 años.

Cuando se decretó el aislamiento preventivo en todo el país, su empleadora le pidió que se quedara en Caicedo mientras la situación mejoraba. “Cuando me dijo eso no me dijo nada de plata, pero ella sí me consignó las dos quincenas del mes que estuve en la casa”, explica Sandra. Hace poco más de un mes volvió a trabajar, “gracias a Dios”, dice ella, porque por ahora es el único sustento que hay en su hogar. Su pareja, que trabaja como obrero en construcciones, no ha vuelto a recibir ingresos.

Al otro lado de la ciudad vive Sandra Pérez Díaz. Está trabajando en Fredonia, Antioquia, en una casa a la que llegó el 19 de marzo para quedarse como empleada interna durante pocos días. Pero la cuarentena la agarró allá y no ha vuelto a ver a sus hijos, que se están quedando en Medellín.

“Me tocó internarme y hasta el momento le doy gracias a Dios, porque si estuviera en mi casa estaría pegada del techo. ¿Qué estaría haciendo? Tres niños que tengo que alimentar”, cuenta despacio, con un tono que delata lo dura que ha sido para su familia esta distancia. Los llama todas las noches, “antes de que se me duerman”, dice, y está pendiente de ellos todo el día.

Sandra es madre cabeza de familia. “Todo lo de mi casa corre por mi cuenta”.

Hace 14 años Sandra llegó a Medellín desde el corregimiento de Partadó, en Nuquí, Chocó. Salió de su pueblo con sus dos primeros hijos porque, según relata, luego de que su esposo terminó de prestar el servicio militar recibió amenazas de la guerrilla. “A él lo quedaron conociendo y lo amenazaron, entonces él se vino para Medellín y nos trajo. Y cuando llegamos acá ya cogió su camino y me dejó tirada”. En estas circunstancias tuvo que empezar a trabajar como empleada doméstica.

Antes de la pandemia trabajaba en más de cinco casas, hacía rendir el tiempo para hacerlo en dos lugares distintos cada día. “A uno le toca, le toca o le toca. Y me toca sacar berraquera de donde no la hay”, porque de no ser así, no podría sostener su hogar.

Cuando se decretó el aislamiento no recibió un mensaje de sus jefes, pero con los días eso cambió. La han llamado e incluso, algunos se han ofrecido a seguirle pagando su salario aunque no esté trabajando con ellos. Es un alivio, pues tiene que seguir cubriendo servicios y comida.

Sin embargo, la historia de estas dos Sandras no es como la de muchas. “Unos empleadores dijeron 'no les podemos pagar porque nosotros no estamos trabajando'. A otras las despidieron. A otras las mandaron a la casa diciéndoles que luego las llamaban. Y a otras ni siquiera les dijeron algo”. Así, Maria Helena enumera algunas de las respuestas que han recibido sus compañeras.

La primera semana de la cuarentena, distintas organizaciones de trabajadoras domésticas enviaron un documento al Gobierno Nacional solicitando, entre otras cosas, garantizar el pago de sus salarios, independientemente de si prestaban el servicio, y abrir canales para poder denunciar una posible vulneración de sus derechos.

“¡Cuidemos de quienes han dedicado su vida a cuidarnos!”, se lee en el comunicado.

“Nosotras solo pedimos al Gobierno eso: ayúdenos ahorita que nosotras hemos ayudado a la economía de este país”, señala Ana Salamanca en nombre de Sintrahin.

Sin embargo, no todos los empleadores han entendido esa frase. Algunos les han puesto como requisito para regresar al trabajo una prueba de Covid-19, sin entender que si no hay síntomas, el sistema de salud no la tramitará. En otros casos, en Bogotá, les exigen no volver a usar Transmilenio. Un trabajo que sigue teniendo el tinte de servilismo y no de un oficio básico.

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