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12 días a la deriva: la historia de una epopeya en alta mar

Caracol Radio habló con los lancheros que sobrevivieron 12 días en el mar, a la deriva, tomando su orina y comiendo algas. Esta es su historia.

12 días a la deriva: la historia de una epopeya en alta mar

12 días a la deriva: la historia de una epopeya en alta mar

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12 días a la deriva: la historia de una epopeya en alta mar

El horizonte se cerró sobre ellos el 1 de enero. Johnny Palomino Geles y Alejandro Torrealba Silva, el primero, un lanchero experimentado y el segundo un venezolano que siguió los pasos de su compañero y tutor, partieron de las Islas del Rosario con el sol a sus espaldas, transportando turistas hacia Barú.

Todo parecía rutinario en aquel primer día del año. El motor rugió como siempre, el mar se desplegó con cierta serenidad, pero en un instante fugaz, ya cuando surcaban las olas de vuelta a casa, la calma se quebró. El motor se detuvo, el viento cargó con el sonido y el destino cambió su rumbo.

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“El motor se apagó, se trabó, y al intentar arrancarlo, la cabuya se partió”, relató Johnny a Caracol Radio. Sin herramientas ni nada para repararlo, la embarcación quedó a la deriva. Frente a ellos, las luces de Isla Arena titilaban como promesas lejanas, apenas a 100 metros, pero inalcanzables. “Nos lanzamos al agua para intentar nadar, pero estaba demasiado lejos y no pudimos hacer nada”, explicó.

Los dos compadres volvieron a la lancha, a esperar el nuevo día y con él, pensaban, el camino a casa. Cuando el sol iluminó nuevamente las aguas, la isla había desaparecido. A su alrededor solo quedaban mar y cielo, un vacío abrumador que los redujo a simples sombras en un océano infinito. “Ya no se veía nada, solo agua y cielo. No sabíamos dónde estábamos”, recordó.

El inicio de la lucha

El hambre llegó temprano, como un invitado no deseado. “No llevábamos nada. Ni agua, ni canaletes, ni cabuyas. Salimos corriendo ese día solo con los turistas que íbamos a llevar a Barú”, confesó Johnny. Los primeros días fueron de absoluta zozobra, pero el cuerpo de ambos, ya acostumbrado a las duras faenas en el mar y el ambiente a veces hostil del mar Caribe, resistió.

A los seis días, con los labios resquebrajados y el estómago ardiendo, la desesperación los obligó a tomar su primera decisión extrema. “Fui ahí cuando le dije a mi compañero que envasáramos el orín nuestro en un pote, donde teníamos la gasolina. Botamos el combustible al mar y orinábamos ahí, como teníamos un vaso desechable que encontramos en el mar, bebíamos la orina ahí “, narró con voz contenida.

Los días transcurrieron como si el tiempo se hubiese rendido. Un buque cruzó en la distancia, pero ignoró sus gestos de auxilio, otro, les dibujo una esperanza que se desvaneció en segundos. “Un barco argentino nos vio, incluso giraron hacia nosotros, pero luego siguieron su camino”, recordó Johnny.

Las mañanas traían consigo el acecho de tiburones. “Dos tiburones nos daban vueltas a la lancha, duraron como 4 días, se iban en la noche y llegaban en la mañana. Nos quedábamos quietos y tratábamos de no verlos, medían más de 3 metros, eran más grandes que la lancha”, añadió.

La desesperanza como último puerto

A la altura del séptimo día, la cordura comenzó a acabarse. Johnny y Alejandro, arrinconados por el hambre y el desaliento, rompieron una botella con la idea de cortarse las venas. “Le dije: bueno compañero, no vamos a llegar nunca, vamos a cortarnos las venas y que sea lo que Dios quiera, estábamos demasiado agotados, pero decidimos esperar al día siguiente”, confesó Johnny. Esa noche, el universo parecía contener la respiración. La muerte alcanzó a rozar sus almas, pero no se llevó sus cuerpos.

Con las fuerzas agotadas, empezaron a comer cualquier cosa que flotara cerca. “Nos comimos sargazos, hojas de papel, palos, lo que pasara al lado de la lancha lo comíamos”, describió. Mientras tanto, la luz del día solo confirmaba su aislamiento. No había costa, no había vida, solo un cielo azul que parecía reírse de su tragedia.

Un rescate en la frontera del olvido

El undécimo día, cuando el horizonte ya no prometía nada, un grupo de indígenas emergió de las aguas como enviados por el mismo Poseidón. Su idioma extraño, ininteligible, no necesitó de muchas palabras para comunicar salvación a los moribundos lancheros. “Estaban buceando y nos subieron en un bote a remo y nos llevaron a una isla llamada Mosquito”, relató Johnny.

La isla no ofreció mayor consuelo. “Era puro monte y cocos. Nos dijeron que nos iban a dejar ahí para que sobreviviéramos comiendo cocos pero regresaron más tarde con comida y bebida”, dijo. Más tarde, los trasladaron a otra isla con una cabaña abandonada, donde permanecieron dos días más hasta que la Armada de Panamá llegó en una lancha con cuatro motores. “Vimos una población, pero no sabíamos cuál era, pensamos que estábamos en Colombia. Cuando llegaron ellos dijeron que estábamos cerca de la frontera de Panamá”, explicó Johnny.

Sin embargo, el calvario no terminó con el rescate. Las autoridades panameñas los retuvieron en un calabozo mientras confirmaban su identidad. “Nos metieron en el calabozo y no nos creían. Cuando se dieron cuenta que decíamos la verdad nos atendieron mejor, pero había dudas y nos mantuvieron en ese calabozo como por tres días mientras seguían investigando”, recordó.

El retorno al hogar

El regreso a Colombia fue un mosaico de transportes: lanchas, pausas en varios pueblos, vehículos y, finalmente, la llegada a Necoclí, en el Urabá antioqueño, de donde tomaron rumbo a Montería para el esperado abrazo. Ya en Córdoba, el hermano de Johnny y su padrastro los esperaron con los ojos húmedos. “Nos desmayamos al pisar tierra firme, no lo creíamos”, confesó. “Aún tengo pesadillas. Siento que estoy en la lancha, o en la base, que el mar me lleva de nuevo, todavía no he superado que ya estoy en mi casa”, añadió Johnny.

En las Islas del Rosario, Johnny volvió con su esposa y sus dos hijas, mientras Alejandro encontró consuelo en las voces de su madre y su hijo de ocho años, quien desde Venezuela siguió paso a paso este milagro de vida. “Nos mantuvo vivos la fe en Dios y el apoyo mutuo, nos abrazábamos cuando teníamos frío y llorábamos por las noches”, afirmó Johnny. “El mar nos quiso arrebatar, pero no pudo”, concluyó.

La lancha quedó atrás, entregada a las aguas panameñas, pero el recuerdo de esa docena de días en el mar navega con ellos. No importaron ni el azul profundo, tampoco los tiburones al acecho, mucho menos el sol que implacable casi los consume en un pequeño bote sin ningún tipo de resguardo, nada de eso acabó con la esperanza de volver a flotar, ahora en medio del amor de la familia.

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