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Policía Comunitaria lleva donación al pabellón neonatal del Hospital Divina Misericordia

En la noche de velitas

En la noche de velitas

En la noche de velitas

La noche del 7 de diciembre no entró en silencio al Hospital Divina Misericordia: llegó envuelta en la respiración mecánica de los monitores, en el bip persistente que marca la vida en pulsos diminutos. En el pabellón neonatal, ese sonido se mezcla con el roce de las camillas avanzando lentamente por el piso encerado, dejando tras de sí un ruido suave que se pierde entre los susurros del personal de la salud y el olor a desinfectante que domina el aire. Afuera, Magangué se llenaba de velitas encendidas; adentro, la luz más pequeña brillaba dentro de incubadoras y cunas metálicas.

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Fue en ese escenario, donde la fragilidad se vuelve protagonista, que un grupo de uniformados de la Policía Comunitaria cruzó el pasillo con paso cauteloso, casi reverente. No habían llegado por un procedimiento ni un requerimiento urgente: venían cargando algo más liviano que sus responsabilidades, pero más grande que cualquier operativo. Entre sus manos, bolsas colmadas de ropita diminuta, colores pasteles, manticas suaves y accesorios que parecían guardar su propia calidez.

La enfermera de turno los recibió con una sonrisa que se asomó primero en sus ojos. Sabía que en esas donaciones no solo viajaban prendas; viajaba un mensaje esencial en ese pabellón donde cada día es una batalla silenciosa: “No están solos.”

En una de las salas, dos niñas recién nacidas dormían con esa delicadeza absoluta de quienes apenas comienzan a existir: el puño cerrado, la respiración apresurada, la serenidad intacta. Sus madres, mujeres curtidas por la vida, cargaban en sus miradas el cansancio de la pobreza que no da tregua ni en la maternidad. Ese pequeño gesto de solidaridad —unos enterizos nuevos, unos pañales, unas toallas— era un alivio que no necesitaba palabras.

Una de las madres tomó entre sus manos un enterizo rosado. Lo observó con cuidado, como si temiera romperlo, o tal vez como si temiera quebrarse ella misma. Levantó la mirada y, con un hilo de voz, alcanzó a decir:

—Gracias… esto nos ayuda más de lo que creen.

Los policías entendieron. Sabían que en esta tierra donde la desigualdad golpea fuerte, la ropita donada puede ser un abrazo, un respiro económico y un recordatorio de que la comunidad también acompaña.

La entrega duró pocos minutos, pero quedó suspendida en el ambiente como un acto que no necesita aplausos. Afuera, las velitas seguían encendidas. Adentro, dos recién nacidas recibían su primera Navidad con una caricia inesperada.

Mientras los uniformados se alejaban del pabellón neonatal, las luces del pasillo parecían guiarlos hacia la salida. Y en esa caminata silenciosa, quedaba clara una verdad: hay noches en que el servicio no se mide en procedimientos, sino en los pequeños milagros que nacen cuando alguien enciende una luz justo donde hacía falta.

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