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Periodista en Venezuela

Nicolás Maduro ve a la gran mayoría de los medios, con excepción de la radio y televisión oficialistas, como herramientas de las fuerzas opositoras

Periodista en Venezuela

Periodista en Venezuela / Francesco Manetto

“¿Sabes algo?”. “¿Dónde estaba cuando lo viste por última vez?”. Son dos preguntas recurrentes en Venezuela cuando alguien se interesa por un periodista que lleva apenas unas horas sin dar señales, Esta es la primera anomalía. Los reporteros nunca deberían ser protagonistas de una noticia y no es deseable que acaparen párrafos de un análisis político. Sin embargo, la relación que el aparato chavista mantiene con la prensa es útil para describir el clima de tensión en el que está sumido el país. Hay al menos tres factores clave: la confrontación, las teorías conspirativas y el miedo, consecuencia directa de la persecución.

El Gobierno de Nicolás Maduro ve a la gran mayoría de los medios, con la obvia excepción de las cadenas de radio y televisión oficialistas, como herramientas de las fuerzas opositoras, de los intereses de Estados Unidos o de cualquier otro país y organismo enfrentado al régimen. La concepción del periodismo como propaganda de una causa, la que sea, no es ninguna novedad. Es un reflejo de quien tiene poder que, en mayor o menor medida, caracteriza a cualquier proyecto con rasgos populistas, de izquierda y de derecha. Pero el caso de Venezuela va más allá de la estrategia y de la pugna dialéctica. Las cabeceras críticas, aunque logren sortear la censura que ahora golpea especialmente a los medios digitales a través de CANTV – la Compañía Anónima Nacional de Teléfonos- y sean aparentemente toleradas, no dejan de ser un blanco potencial de las autoridades. Y sus trabajadores, esta es la segunda grave anomalía democrática, se convierten en sospechosos por el mero hecho de ejercer su profesión y tener acceso a información.

El hostigamiento y las amenazas, una práctica constante desde hace años, han obligado a muchos a exiliarse. Lo hicieron, por ejemplo, Ewald Scharfenberg y Alfredo Meza, excolaboradores del diario EL PAÍS en Caracas y autores de una serie de investigaciones sobre la corrupción relacionada con las cajas de alimentos (CLAP) publicadas en el portal Armando.info. Desde la proclamación de Juan Guaidó como presidente interino, el pasado 23 de enero, se han dado además algunos casos que demuestran el grado de atrincheramiento del chavismo y sus resortes de poder, empezando por la policía política, el Servicio Bolivariano de Inteligencia (Sebin) o las fuerzas especiales de la policía (FAES).

De la detención de un equipo de la agencia Efe a la expulsión de Jorge Ramos, símbolo de Univisión, tras la abrupta interrupción de su entrevista con Maduro. O la imputación del periodista hispanovenezolano Luis Carlos Díaz por supuesta instigación de la crisis eléctrica que el Gobierno considera un sabotaje. Todos estos episodios tienen un trasfondo, que es también la tercera anomalía: el régimen ve al periodismo crítico, que se expresa a través de la fiscalización o la impugnación total, como cómplice de los intentos de iniciar una transición que desemboque en elecciones libres.

Esta persecución choca con muestras de apertura hacia la prensa extranjera, quizá atribuibles a la coexistencia de criterios discordantes en la cúpula chavista. En las últimas semanas el país se ha llenado de enviados especiales de medios internacionales, que a diferencia de otras ocasiones han obtenido permisos para trabajar. Los que viajaron a Caracas fueron testigos de la rutina de los reporteros venezolanos y de los corresponsales radicados allí. La historia del abismo cotidiano al que se asoman millones de personas es también la historia invisible de quienes la relatan. De su tesón, su valentía y dedicación. Y su lucha contra el miedo.

Un informador está expuesto a determinados riesgos en múltiples circunstancias. Eso pasa en todo el mundo, ocurrió en Colombia y ocurre en México. Resulta, no obstante, inaceptable que a la violencia propia de la criminalidad organizada, de las mafias o la corrupción policial, se sumen el control social del Estado sobre el periodismo, las detenciones y el clima de pánico que eso genera. Porque, en ningún caso, “¿sabes algo?” y “¿dónde estaba cuando lo viste por última vez?” son preguntas admisibles en condiciones de normalidad.

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