Cartagena

Los carabineros que recorren las veredas de Bolívar a lomo de caballo

Artículo escrito por el subintendente Emilio Gutiérrez Yance, jefe de comunicaciones estratégicas del Departamento de Policía Bolívar

Departamento de Policía Bolívar

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Artículo escrito por el subintendente Emilio Gutiérrez Yance, jefe de comunicaciones estratégicas del Departamento de Policía Bolívar

En las veredas de Bolívar, cuando el sol todavía no ha decidido si salir o dormirse un rato más, hay un sonido que anuncia el día antes que los gallos: el cuero contra la silla, el resuello templado del caballo, el toque de los cascos sobre la tierra oscura. Para muchos es apenas un ruido. Para otros, es compañía. Pero para la gente de estos caminos calientes como abrazo de abuela, ese sonido tiene nombre: los Carabineros.

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Don Calixto es siempre el primero en oírlos. Tiene el oído fino de campesino viejo y la paciencia mansa de un río ancho. Está revisando una cerca que se cae de pura vejez —como él dice— cuando levanta la mirada y confirma lo que ya presentía: vienen los muchachos. Se acomoda el sombrero con la parsimonia de quien no conoce el afán, y Cien Pesos, ese perro flaco, curtido por los años y tan confiable que parece un secreto del caserío, mueve la cola y ladra sin prisa, como si también supiera que los Carabineros llegan con buenas noticias.

“Ahí vienen”, repite Calixto, casi como un rezo que se vuelve costumbre.

Los Carabineros se acercan despacio, no por miedo, sino por respeto a la tierra. En el campo, la prisa solo la tienen los que no saben vivirlo. Conversan con Calixto sobre mangos que caen solos, lluvias que amagan pero no llegan y un sol que calienta como para recordar que aquí, en estas veredas, el verano siempre se cree dueño del lugar.

A pocos metros, la casa de doña Mercedes ya huele a maíz. Ella, con su delantal floreado, se asoma con esa mezcla de amabilidad y autoridad que solo tienen las mujeres que han criado más mañanas que hijos. “¿Tomaron tinto?”, pregunta. Y no es pregunta: es mandato afectuoso. En su sombra siempre hay agua fresca, café caliente y un comentario que suena a abrazo. En su puerta, la vida se vuelve menos dura.

Más adelante, bajo un tamarindo que ha visto crecer a tres generaciones, doña Ruth se mece en su mecedora chirriante. Ese chirrido es como un viejo testigo del pueblo, un sonido que acompaña las tardes desde siempre. Cuando el carabinero Luis Eduardo se baja del caballo y la saluda, ella suelta una frase que corta el día en dos: “Mijo, amanecer ya es media bendición”. Y uno entiende, al oírla, que hay verdades que solo saben los que han vivido mucho.

La patrullera Daniela revisa trochas, pregunta por necesidades, observa los cambios mínimos que anuncian un peligro o una calma. Su recorrido es un hilo fino que une las historias del campo. Aquí, la seguridad no se firma: se conversa. Se anda. Se gana.

Y hay días que no se olvidan. En Tacasaluma, cuando el arroyo rugía como bestia recién despierta, los Carabineros cruzaron el agua crecida para sacar a un niño enfermo. El agua les llegaba a las rodillas, pero ellos avanzaron como si el miedo se hubiera quedado del otro lado. La madre, todavía agradecida, dice una frase que quedó sembrada en el pueblo: “La esperanza llegó montada”. Y la gente la repite porque suena a verdad.

Cuando la tarde empieza a desarmarse y el cielo se tiñe de ese dorado que solo ocurre en los pueblos donde el tiempo camina sin zapatos, los Carabineros toman el camino de regreso. Y uno siente que no se van del todo: su paso queda en la memoria tibia de las veredas.

Porque aquí, donde los mangos caen como regalos y los fogones nunca se apagan del todo, la seguridad no es uniforme ni caballo. Es presencia. Es saludo. Es palabra. Y siempre llega por el camino lento y honesto del lomo de un caballlo.

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