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Si muere el respeto por la independencia institucional, se marchitará la democracia

Lo que hemos vivido en los últimos días, agitados y tumultuosos, ojalá, más allá de la preocupación, fortalezca la corriente que nos lleve de manera expedita a las aguas confiables de la institucionalidad.

La ignorancia, la mala fe o las modas ideológicas parecen empujarnos a creer que las instituciones son unos entes inútiles, incluso estorbosos, a los que debemos pasarnos por la faja en búsqueda de una mejor y más moderna manera de vivir en sociedad.

Error fatal. Sucede que la institucionalidad es columna vertebral del Estado de Derecho, donde el imperio es de la ley y no de las pasiones de turno. Las instituciones, que florecen en el campo fértil de la división de poderes, son las que garantizan reglas claras de juego para todos y determinan las garantías y libertades.

Nuestra Constitución, con una lógica diáfana, así lo consagra, pero si no existiera una que esto garantizara, habría que parirla de inmediato. Las revoluciones no tienen como fin el eterno desorden o el poder como monopolio de unos pocos. Las verdaderas revoluciones son el tránsito hacia un más benéfico Estado de Derecho. Las revoluciones no son el punto de llegada, apenas son el camino. Y los cambios que tienen voluntad de permanecer en el tiempo son los que se hacen respetando las reglas de la democracia.

Las ramas del poder público son garantes de la efectividad de un Estado de Derecho, y parte de su solidez depende de que ninguna de ellas se convierta en una especie de Goliat que amenace con aplastar a las otras. Los poderes públicos son independientes, pero tienen el deber constitucional de salir a la pista de baile atendiendo a la misma melodía y moviéndose acompasadamente.

Enviar el mensaje de que un organismo de la rama Judicial incumple su deber constitucional cuando no toma una decisión, si así lo demanda la cabeza de otra rama, no es un mensaje en democracia. Que la cabeza de una rama se trence en una batalla verbal repleta de improperios con un alto funcionario judicial, no conviene a ninguno de los dos; menos al país. Que cuando quien dirige un ente de control pida protección de la fuerza pública sea respondido, garrote en mano, por el comandante en jefe de esas fuerzas, no hace sino atizar las llamas.

Que una rama no comulgue con cierta actuación de otra no puede desembocar en el caos. Y es inadmisible que haga carrera el método de azuzar a la gente para que vaya a las calles y ejerza peligrosas presiones contra las instituciones. Debilitarlas no es darse un tiro en un pie; es amputárselos.

Como dijera el tribuno del pueblo, José Acevedo y Gómez, vivimos momentos de efervescencia y calor. Pero sucede que no es 1810, sino 2024. Mucho nos costó expulsar al poder colonial, consolidar la independencia después de la Patria Boba y, después de toda la sangre corrida en las guerras intestinas, edificar una República anclada en la democracia y sólidamente atada a las instituciones.

Es consolidando la tarea e independencia de las instituciones y velando por su respeto, que se garantiza la permanencia de cualquier cambio positivo. No se puede soñar con un bosque espléndido talando de raíz los árboles que la miopía política no permite que veamos. Si muere el respeto por la independencia institucional, se marchitará la democracia.

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