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Editorial de Gustavo Gómez: Potencia mundial de palabrería

Como siempre resultamos con buena figuración en las mediciones insulsas sobre los países más felices del mundo, uno podría pensar que la felicidad es nuestro gran cohesionador social. Seguramente ayuda a apurruñarnos, pero no hay cómo negar que también nos unen la tristeza y el desconsuelo, cuando no la incertidumbre.

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Hoy es uno de esos días en que me cuesta el “feliz amanecer” del buen Arizmendi, porque me acosté y me desperté pensando en los patrulleros Angelo Martínez y Andrés Idárraga.

Sí, nuestros dos policías asesinados ayer (miércoles 24 de mayo) en Tibú, en uno de esos ejercicios de crueldad que los amos de la perversidad suelen escenificar cada tanto frente a nuestras narices.

Lo comentamos ayer y lo reiteramos hoy: no se puede ceder ante la delincuencia. A los facinerosos no hay que darles trato especial, ni hacerles llegar misivas sumisas, ni decorarles su estatus de canallas con serpentinas políticas, ni graduarlos de actores de la prosperidad.

A esos que nos asesinan, secuestran, violan, extorsionan, amenazan y despojan, hay que aplicarles la fuerza del Estado. No hay otra manera de sentarlos a dialogar con la garantía de que será una empresa fructífera.

Con el paso de las semanas respirando los aires del cambio, creo que muchos hemos ido todos hemos ido teniendo una incertidumbre, primero política y económica, que ahora tenemos que llevar a pastar en las estancias de la seguridad.

Y en esas estamos, viendo cómo la delincuencia engorda, florece, se empodera, se llena de bríos para ponernos a todos a comer mierda. Mucha mierda.

Y no queremos comer mierda. Queremos que se la sirvan a ellos, toda, todita, toda.

Lo que necesitamos hoy y ahora es que alguien controle a los bellacos que no nos dejan pegar el ojo, que se pasean tan campantes por los pueblos, que reclutan a nuestros niños, que graban videos con arsenales entre manos, que extorsionan a todo el que ose montar un negocio, que se adueñaron de nuestras carreteas, que ponen vallas a las entradas de nuestros municipios, que se regodean con nuestro miedo.

Sí. Hay que hablar con ellos, es sensato, es válido. Todo intento de resolver la violencia que nos azota, tiene asidero. Pero le pedimos al presidente de la República y a su ministro de Defensa que den órdenes contundentes, no como las de Icopor de los últimos meses. Órdenes que generen una acción decisiva y efectiva de nuestra Fuerza Pública, de manera que estas lacras se debiliten, entren en pánico. Y solo entonces, como mansas ovejas, se sienten a la mesa de un diálogo que hoy no se merecen.

Esto es, que el gobierno asuma de una vez por todas una de sus grandes responsabilidades: evitar que a los colombianos nos tomen del pelo y nos conviertan en rey de burlas. Para que algún día seamos realmente Potencia Mundial de Vida y no de palabrería.

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