El independentismo catalán se sobrevalora a sí mismo
El cuento de los catalanes oprimidos por España lo han comprado también muchos alemanes, pero el caso Puigdemont es más complejo
España
Por Fernando Vallespin
Pocos fuera de España han identificado el movimiento independentista cataláncomo un movimiento nacional-populista. Y, sin embargo, encaja como un guante. Empecemos por su frame básico, que queda perfectamente plasmado en estas declaraciones de Puigdemont en Madrid en mayo del año pasado: "El Estado español no tiene tanto poder para impedir tanta democracia". Analicémoslo como haría E. Laclau, el único teórico al que cabría considerar como tal dentro del populismo. De lo que aquí se trata es de "resignificar" el concepto de "democracia", reduciéndolo a su dimensión de elección plebiscitaria que se ve frustrada por el Estado español, el polo negativo de la relación dicotómica.
Esta confrontación entre el "poder" de unos y la "democracia" del "nosotros" cumple la función de escindir el campo político en dos, crea una frontera entre la "comunidad auténtica", "democrática" —el polo positivo— y el antagonista, el perverso "poder" del Estado español que impide su realización.
Como he podido observar a través de una multiplicidad de artículos en varios medios alemanes, es un discurso que no ha tenido ningún inconveniente en comprar una buena parte de la intelligentsia alemana; a saber, la existencia de un Estado antidemocrático que impone su poder a un pueblo que lucha por su libertad. Si vamos a los datos resulta que la cosa es mucho más compleja. Para empezar, Freedom House incluye a España entre los países con más nota, y el ranking de The Economist Democracy Unit, uno de los más prestigiosos, ubica a nuestro país dentro del escaso grupo de full democracies, prácticamente al nivel del Reino Unido, y por encima de Estados Unidos, Francia e Italia, que se encuentran en el de flawed democracies. Por otro lado, Cataluña goza de una de las cotas de autogobierno más altas de Europa; o sea, que nadie podría imaginar que fuera un país "oprimido".
El independentismo toma la parte por el todo
No deja de ser irónico que cuando se intentó impedir el referéndum ilegal del pasado 1 de octubre, el Gobierno español tuvo que alojar a su policía en un barco y en varios hoteles de la costa. Curioso país opresor, que no dispone siquiera de barracones en la región dominada para alojar a sus "fuerzas represivas"; debe de ser el único en la historia mundial. O que, al aplicarse el artículo 155 de la Constitución española y, consecuentemente, suspender la autonomía de la región hasta que se constituya un nuevo gobierno, lo primero que hace es convocar elecciones y mantiene incólume el sistema de agitprop (agitación y propaganda) de los medios de comunicación dependientes del gobierno catalán.
El resultado de dichas elecciones es conocido. Por las características del sistema electoral, los partidos independentistas consiguieron la mayoría de escaños en el Parlament en las últimas elecciones, pero no llegaron ni al 47 por ciento de los votos. Y eso que se celebraron ya con algunos de sus líderes en la cárcel; o sea, bajo perfectas condiciones de agravio. Según la última encuesta del Centro de Estudios de Opinión catalán, estaría ahora en torno al 40 por ciento.
Como puede observarse, en línea con otros movimientos populistas, el independentismo catalán sufre del vicio de la sinécdoque, el tomar la parte por el todo. Ese "un sol poble" de su discurso que aspira a la independencia resulta que no llega al cincuenta por ciento de la población. No parece cosecha suficiente como para dar el salto hacia la declaración unilateral de independencia. Esto no lo digo yo, lo dice cualquier teoría sobre la secesión y fue el núcleo de la doctrina establecida por el propio Tribunal Supremo canadiense. Su decisión es que la Constitución no excluye la secesión de Quebec, pero señala nítidamente que 1) La declaración unilateral de independencia —lo que hizo el gobierno de Puigdemont— es contraria al derecho nacional y al derecho internacional; y 2) que en el caso de que hubiera una clear majority a favor de la misma, que se suele interpretar en torno al 65 por ciento de los habitantes de un Estado federado, el gobierno federal (der Bund) estaría obligado a establecer negociaciones políticas para concretar los términos de la separación.