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SOBRE GUSTOS NO HAY NADA ESCRITO

Pocas afirmaciones serán tan repetidas y, al mismo tiempo, tan falsas como la clásica de "sobre gustos no hay nada escrito", cuando probablemente sea sobre eso, sobre el gusto, algo de lo que más se haya escrito desde que el hombre aprendió a escribir.

Pocas afirmaciones serán tan repetidas y, al mismo tiempo, tan falsas como la clásica de "sobre gustos no hay nada escrito", cuando probablemente sea sobre eso, sobre el gusto, algo de lo que más se haya escrito desde que el hombre aprendió a escribir.
Efectivamente, sobre el gusto -los gustos- han corrido no ya ríos, sino océanos de tinta. El hecho de que el recetario de cocina más antiguo que se conserve sea el atribuido al romano Marcus Gavius Apicius, que debió vivir a caballo de los siglos I antes y después de Cristo, ya que fue contemporáneo de Tiberio, no oculta que mucho antes se habían puesto por escrito montones de normas culinarias, que, no nos engañemos, no son en el fondo más que manuales del gusto.
Puede alegarse que la literatura gastronómica no nace hasta finales del XVIII, principios del XIX, con Grimod de la Reyniére y Brillat-Savarin; aunque así sea, dos siglos largos dan para escribir un montón de cosas, muy sabias y ponderadas algunas, verdaderamente disparatadas otras. Pero escribir... ya lo creo que se ha escrito.
Decía el gallego Julio Camba, tantas veces citado en esta columna, que precisamente porque sobre gustos no hay nada escrito, "ya va siendo hora de que se escriba algo". No se lo tomen al pie de la letra: Camba era, además de un finísimo escritor y un reputado gastrónomo, un guasón de tomo y lomo.
Sí que es cierto que sobre gustos no hay nada escrito si retorcemos un poco el idioma y traducimos 'escrito' por 'codificado' o, como en el caso de la expresión "estaba escrito", por 'predeterminado'. El gusto, la asociación de gustos, es algo muy personal, muy subjetivo, y es inútil ponerle reglas, además de que, en general, las reglas sirven, sobre todo, para saltárselas.
Afortunadamente, el gusto sigue siendo cosa de cada cual. Por supuesto, es un sentido que se educa. Pero no hay normas, no hay un código del gusto... aunque tantos escritores de la cosa gastronómica se empeñen -nos empeñemos, que llueve para todos- en hacerlo. Lo que sí es verdad es ese otro dicho que señala que "para gustos se pintan colores". Y sabores, naturalmente.
Estarán ustedes de acuerdo en que el gastrónomo, el escritor, no tiene ningún argumento válido ante un "no me gusta". Para mí, por ejemplo, el caviar es una de las mayores exquisiteces comestibles que existen; estaría riquísimo aunque fuera barato. Pues hay mucha, muchísima gente, que dice "a mí no me gusta el caviar". Yo, antes, trataba de razonar. Ahora no; ahora sólo pienso: "Mejor. A más tocamos".
La receta de hoy va dedicada a quienes proclaman que no les gusta el bacalao. A lo mejor, disfrazado así, cambian de opinión. Veamos. Desalen, 24 horas, 300 gramos de buen bacalao, despójenlo de espinas y pieles y desmigájenlo. Frían en aceite de oliva una cebolla cortada en bastoncitos; cuando empiece a ablandarse, añadan cuatro pimientos verdes -finos, no gruesos- también en tiritas y un diente de ajo muy picado. Diez minutos a fuego muy suave, y añadan las migas de bacalao.
Rehoguen todo un par de minutos; escurran el posible exceso de aceite y echen a la sartén seis huevos, ligeramente batidos con un poco de nata. Mezclen todo rápidamente, removiendo con una cuchara de madera, hasta que los huevos cuajen, pero procurando que queden muy jugosos. Espolvoreen todo con perejil... y a la mesa, con unas patatas paja bien crujientes.
Está muy rico, y el bacalao es apenas una insinuación. Claro que, si no les gusta... para gustos se pintan colores.

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