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LA SABROSA DIVISION ACORAZADA

Los grandes crustáceos, de cola corta o larga, son lo que podríamos llamar la división acorazada de la fauna marina; todos ellos, en efecto, disponen de un nada escaso blindaje que, afortunadamente, encierra unos sabores universalmente apreciados.

Los grandes crustáceos, de cola corta o larga, son lo que podríamos llamar la división acorazada de la fauna marina; todos ellos, en efecto, disponen de un nada escaso blindaje que, afortunadamente, encierra unos sabores universalmente apreciados.

Los más populares, sin duda, son el bogavante y la langosta. Estos, con la cigala -'scampi'-, pariente muy próxima del primero pero bastante más pequeña, forman el grupo de los macruros -cola larga- marchadores, no nadadores.

Ya hemos explicado alguna vez la confusión entre los dos grandes, derivada de traducir invariablemente 'homard' o 'lobster' por 'langosta', cuando las voces francesa e inglesa se refieren al amenazador bogavante, que, con sus grandes pinzas, parece un caballero medieval acudiendo a un torneo... tal vez para buscar la mano de la langosta, tímida damisela que se ruboriza a las primeras de cambio.

Los braquiuros, esto es, los de cola corta -y tan corta: no tienen- están considerados menos elegantes. Habría que decir, también, que sus carnes suelen ser más finas, más sabrosas, que las de sus parientes con cola larga; también es verdad que son más difíciles de comer, más trabajosos, ya que su carne suele esconderse entre multitud de celdillas. Son ricos, y entretienen mucho.

Pero, en alta cocina, suelen presentarse ya desmenuzados, para hacer más fácil la tarea al comensal. En este aspecto, probablemente se lleve la palma el llamado buey de mar, lo que los franceses llaman 'tourteau', base de preparaciones tan deliciosas como el 'txangurro' del País Vasco español.

Esta vez, y aprovechando que éste es el último año santo compostelano del milenio, les propondremos combinar ese cangrejo con uno de los símbolos del Camino de Santiago: la venera o vieira, esa concha que todo peregrino que se precie cose en su capa, y de la que los antiguos hicieron cuna nada menos que para Venus, como pueden ver ustedes en el maravilloso 'Nacimiento de Venus' del pintor italiano Sandro Botticelli.

Háganse con un buey de mar hermoso, como de un kilo y medio de peso. Cuézanlo en agua con abundante sal -el punto correcto será cuando esa agua pique en la punta de la lengua- un cuarto de hora. Déjenlo entibiarse en el agua de cocción.

Pongan en una cazuela pequeña un chorro de aceite de oliva y sofrían en él una cebolla, un puerro y un diente de ajo, todo muy bien picado. Báñenlo con una copita de Jerez seco y dejen que se evapore un poco. Añadan ahora cien gramos de apio nabo, previamente escaldado unos minutos en agua hirviendo, y una zanahoria cortada en daditos. Rehoguen bien, salpimenten e incorporen a la cazuela medio kilo de tomates, pelados y troceados, y un pimiento rojo también en pedacitos; si tienen a mano pimientos del piquillo, navarros, mucho mejor. Dejen que todo esto se vaya haciendo unos veinte minutos.

Mientras, desmenucen con paciencia las carnes de las patas y el cuerpo del marisco, procurando que no lleven trocitos de caparazón ni impurezas. Mezclen esta carne con la salsa, y dejen que se haga un par de minutos más.

Repartan el mejunje en varias conchas de vieira, bien lavadas; espolvoreen con un poco de pan rallado, más que nada para que no se les vaya a quemar, y denles un golpe de gratinador, justamente para dorar la superficie. Sírvanlas así, calentitas, con un buen vino blanco en las copas.

Conseguirán un plato sabroso y de muy bonita vista... y podrán presumir de haber derrotado, en toda la línea, nada menos que a una división acorazada.

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