La trágica historia del pescador que pagó caro un pacto desesperado
En Los Piñones, ese corregimiento del municipio de Mompox donde el río es dueño del tiempo vivía un pescador llamado Tomás Gulloso, hombre de pocas palabras, pero de esos que cargan con dignidad la pobreza y con orgullo la honradez

La trágica historia del pescador que pagó caro un pacto desesperado
Los vecinos decían que Tomás era como el amanecer: siempre aparecía, siempre cumplía, siempre luchaba. Sus manos eran testigos silenciosos de toda una vida enfrentando la corriente sin perder el ánimo.
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Cada noche, como quien repite un ritual heredado de los abuelos, Tomás caminaba hasta el muelle acompañado de Manchao, su perro viejo, feo y querendón. La gente del pueblo decía que ese animal era su sombra y su confidente. Allá lo esperaba su canoa: una embarcación cansada, con madera que había sido batallera en muchas madrugadas. Bajo el pálido brillo del mechón y con un tabaco oloroso que le perfumaba la paciencia, Tomás lanzaba la red mientras el caño de las Brujas guardaba silencio.
Pero esa noche la ciénaga decidió ponerse tacaña, como si estuviera de mal humor. Cuando recogió la red, encontró apenas tres mojarras y una raya que parecía burlarse de él. Entonces Tomás, con ese cansancio que perfora el alma más que los huesos, miró al cielo y gritó con rabia: —Le entregaría mi alma al diablo por llenar esta canoa de peces. Nadie esperaba respuesta, pero entre los mangles una voz se adelantó a la madrugada y le ofreció lo que pedía, con la condición de cobrarlo al amanecer con lo más valioso que lo esperara en la orilla.
Tomás sintió un nudo en el pecho porque pensó de inmediato en su perro. Pero la desesperación—esa mala consejera que enamora con promesas fáciles—le ganó la partida. Aceptó el trato. Cuando volvió a lanzar la red, esta regresó tan llena que parecía un milagro contado en parranda. El chinchorro venía a reventar. Tomás sonrió, creyendo que la suerte por fin había recordado su nombre, sin saber que la alegría, cuando llega de golpe, a veces trae escondido un susto detrás.
A esa misma hora, por otro camino y con el corazón apretado por un presentimiento raro, Casilda, su única hija, regresaba desde Mompox. Vino sin avisar, como quien deja que el instinto tome el timón. Llegó temprano, amarró a Manchao bajo un tamarindo para que no la siguiera, y salió casi corriendo hacia el muelle para sorprender a su padre. Nadie en Los Piñones imaginaba que ese amanecer tenía escrito un destino distinto.
Tomás regresaba feliz, cantando una canción de Alejandro Durán que se perdía entre los árboles. Venía orgulloso, con la canoa rebosada de peces. Pero cuando vio a Casilda esperándolo en el muelle, sintió que el alma se le hizo añicos. La piel se le puso fría, y entendió, de inmediato, cuál era el precio que había pactado sin medir consecuencias. Desesperado, quiso volcar la canoa, como si el agua pudiera borrar un trato hecho en un momento de desesperación.
El caño reaccionó como si tuviera vida propia. Un remolino lo atrapó, zarandeándolo sin compasión. Desde la orilla, Casilda gritaba con voz temblorosa y rota, pidiendo que ayudaran a su padre. Pero la angustia pudo más que ella, y cayó al suelo, sin aire, sin fuerza, como si el miedo le hubiese cerrado el corazón. Cuando las aguas se calmaron, Tomás nadó con la fuerza de un hombre que ama hasta el dolor, pero ya la tragedia había hecho lo suyo.
Hoy, los adultos mayores de Los Piñones cuentan esta historia en las noches frescas, cuando el río converso con el viento. La recuerdan para enseñar que la ambición, cuando se mezcla con la desesperación, termina cobrando caro. Que no hay riqueza que valga la vida de quienes amamos. Y que el agua, aunque parece quieta, siempre escucha… y también cobra.




