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La viudez y la orfandad son cicatrices de la guerra en La Caucana

“Yo quisiera ir a una parte donde yo no vea y no sepa que le quitaron la vida a alguien, ni que se escuche un disparo ni nada de eso…"

La viudez y la orfandad son cicatrices de la guerra en La Caucana

La viudez y la orfandad son cicatrices de la guerra en La Caucana / Caracol Radio

Antioquia

Caracol Radio recorrió los tres municipios: Caucasia, Cáceres y Tarazá, cuyas comunidades, durante los últimos años, han padecido un sensible aumento de los hechos violentos. En Tarazá, pero en su corregimiento La Caucana, los homicidios y amenazas son la constante. Los habitantes de este territorio rural están presos del miedo y a merced las bandas criminales.

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Sus rostros adustos, quemados por la canícula de esta tierra cercana al río Cauca, reflejan impotencia, rabia y dolor. A esto se suma la sensación de inseguridad y zozobra por estas condiciones de vida y se crea un peligroso coctel que acecha la estabilidad emocional de la población vulnerable.

María* tiene 32 años y un nieto que le arranca suspiros. Busca entre sus pocos elementos de cocina algunos productos alimenticios para empezar las faenas diarias de atender, ella sola, nueve bocas y repartir cariño para sus siete hijos y ese nieto. (* Nombre cambiado por seguridad)

Caracol Radio conversó con ella cuando se disponía a hurgar en el fondo de una pequeña cocina. Tiene muy pocas nociones de educación. Apenas lee y escribe. Quedó viuda en mayo del año 2018, y le quedaron siete hijos, todos menores con edades de 16, 15, 14, 12, 10, 4, 3 y 1 año. Y ese nieto de la misma edad de su hijo más pequeño. Madre e hija, una niña de unos 14 a 15 años, estaban embarazadas al tiempo.

En su apariencia, a esta joven madre refleja la tristeza y el duro peso de la responsabilidad: debe velar y luchar por su prole. Y se desespera: algunos días nada tienen y pueden probar solo un bocado de alimento. Pero, otros días, la zozobra y el hambre visitan la casa, pasan por la cocina del hogar, y arañan el estómago de sus pequeños. Y en esos días, llora ella, desconsolada, lo reconoce. Y sigue.

María le relató a Caracol Radio que varios hombres armados llegaron a su parcela e ingresaron a la vivienda. Y, sin saber las razones, asesinaron a su esposo Alfredo Ruíz, delante de ella y de los hijos de ambos. La víctima se dedicaba a las faenas agrícolas, y en otras ocasiones echaba mano del barequeo, ese duro e incierto oficio de la minería artesanal.

Y se quedó sola y viuda y pobre y con ocho huérfanos. Y le tocó marcharse. Esta familia vivía muy cerca del corregimiento La Caucana, a unas tres horas de la cabecera municipal de Tarazá. María debió dejar todo, salir de la vereda donde vivía por físico pavor a los ilegales. Y, también, por física tristeza de seguir habitando ese mismo espacio donde asesinaron a su esposo, pero que días atrás tenían una feliz vida en común y con sus “pelaos”. Durante varios meses deambularon por la cabecera de La Caucana, hasta que el sacerdote de esta violenta zona rural de Tarazá, les tendió la mano. Hoy, María vive en unas mejores condiciones, por estar en una vivienda y rodeada de sus hijos y el nieto. Pero otra circunstancia la agobia: alimentar a la familia. Y le preocupa, además, la educación, crianza y desarrollo de sus hijos huérfanos de padre.

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“Primero me ayudaba la Cruz Roja, pero ya no me ayudan; ahora vivo de la caridad, de lo que me regala la gente por ahí; de eso vivimos mis hijos y yo. La casa donde vivo no es mía es prestada y a veces vengo a ayudarle al padre a barrer”, confiesa María, desolada.

De los ocho menores a su cargo, solo uno, de quince años, todavía acude a la escuela; los demás, dice ella, por temor no volvieron a clase. Y esto, lo admite, le preocupa aún más.

Según cifras de la Asociación de Campesinos del Bajo Cauca, Asocbac, en lo que va corrido de este año 2019, se ha reportado que 68 menores de La Caucana no regresaron al colegio, y de muchos tampoco se sabe de su paradero.

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Fronteras ilegales, otro lío

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Caracol Radio pudo constatar, por denuncias de la propia comunidad, que en esa zona persisten las llamadas fronteras invisibles. El caserío es pequeño y allí, en esa comunidad, en su mayoría integrada por campesinos, las bandas criminales Clan del Golfo y los Caparros mantienen intimidada a la población: quien incumpla las restricciones de movilidad corre el riesgo de morir asesinado. La angustia de los pobladores los hace mantener una suerte de toque de queda personal, y un extremo cuidado en los desplazamientos.

Estas restricciones, el temor a una agresión o al reclutamiento, sumada a la económica los menores no han podido continuar estudiando.

Para mí es muy duro porque yo a veces no tengo con qué darles lo que me piden en la escuela, ni con qué comprarles un cuaderno ni un par de zapatos. Yo les digo: hijos, yo quisiera que estudiaran, pero yo no tengo forma de comprarles los cuadernos y mucho menos el uniforme. También les digo: ustedes saben que nosotros ya estamos solitos, el papá ya no está y no tenemos quien nos ayude… apenas tenemos a Dios y la virgen”, confesó a Caracol Radio, en medio de sollozos, esta muestra del otro drama de la guerra, el de las familias rotas y el de los huérfanos.

Pero esa realidad no solo está afectando a la familia. La ausencia del padre también los está diezmando. La madre estira su propio ánimo –aunque a veces sienta que no lo tiene- y los arropa y les imprime vigor, energía, entusiasmo, eso mismo que por momentos la abandona.

“A ellos les da mucha tristeza y se ponen a llorar. Mi niña más grande me dice: Mami, ¿quién nos va a ayudar? y yo le respondo: hija, ¡que se haga la voluntad de Dios!”.

Mientras reconoce que es una situación compleja y dramática para ella y sus hijos, María insiste en que solo desea progresar, “salir adelante con sus hijos” aunque preferiría que no fuera en ese lugar. Recalca que sus hijos están creciendo llenos de miedo y considera que no se merecen esta realidad angustiosa de cada día porque no le han hecho daño a nadie. Tiene un solo clamor: conseguir una casa fuera de Tarazá, donde puedan reiniciar sus vidas lejos de la violencia.

Yo quisiera ir a una parte donde yo no vea y no sepa que le quitaron la vida a alguien, ni que se escuche un disparo ni nada de eso… todo esto me genera nervios y a mis hijos también… debido a eso ellos me dicen que mejor se quieren volver locos”, sueña María en este diálogo.

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Esta es una de muchas historias de dolor, desesperación, impotencia, rabia, y tristeza que se encuentran en la subregión del bajo Cauca. Allí, muchas víctimas advierten que el gran ausente es y ha sido el Estado, no solo con ayudas, sino con equipo de profesionales para brindar asistencia sicosocial. Denuncian que los menores tienen comportamientos que muestran afecciones en la salud mental y que los pone en mayor riesgo de ser nuevamente víctimas o vulnerables al reclutamiento para integrar bandas delincuenciales o criminales, por ánimo de venganza. Esa atención no se les está ofreciendo ni brindando de manera oportuna, suficiente y contundente, confirmaron autoridades locales.

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