Copa Libertadores

Soy la hija de un futbolista

Nadia Ríos le ha dado la vuelta al mundo estudiando y aprendiendo de la vida. Su papá, Hebert Armando Ríos, fue un gran arquero que conocí en Manizales entrenando con el Once Caldas, nos volvimos muy amigos y luego los viajes nos separaron: yo trabajando en periodismo y él en fútbol. Siempre fue inquieto, dedicado, profesional, ganador y buen padre. Cuando bautizó su hija Nadia me nombró su padrino y quiero compartir hoy con ustedes este texto que me mandó y publica la revista El Malpensante

Soy la hija de un futbolista. Llevo muchos años diciéndolo y me he acostumbrado a que la gente abra los ojos, me pregunte en cuales equipos jugó, si fue famoso, me mire raro y pronuncie frases cómo esta: “¡Que raro! Nunca me imaginé que los futbolistas tuvieran hijas cómo tú”. Muchos hombres mayores de 30 años, suelen agregar “¡Hebert Armando Ríos, claro! El mechudo que se las tapaba todas en el Varta Caldas”. Para los ignorantes del fútbol es extraño no verme un domingo con camiseta, gorra y radio; y de vez en cuando surgen “amigos de infancia”, aparecidos curiosamente después de su paso por la selección Colombia o la Copa Libertadores, diciéndome orgullosos “Yo le metí un gol a su papá”, (si claro, seguramente cuando tenían siete años y mi papá soñaba todavía con ser boxeador…). “El fútbol es un orgasmo” me dijo él unos días antes de irse. Pensé en su vida trascurrida entre el embrujo de la gloria, el paredón de la fama y el ostracismo deportivo y recordé que ese orgasmo fue mi primera forma de vivir y entender el mundo. A mi bautizo mi papá llegó con los guantes y los guayos, en camino hacia la concentración. De padrino escogieron a Cesar Augusto Londoño. Era estudiante de arquitectura y visitaba frecuentemente nuestra casa en Manizales, junto con Claudio Casares, Víctor Hugo del Río, Norberto Díaz y otros cuantos argentinos más. Mi muñeca más moderna me la regalaron los Rodríguez en una fiesta del América de aquella época y la más fea fue un recuerdo del Moscú comunista de los Juego Olímpicos del ochenta. Las semanas en mi casa empezaban el domingo al final del segundo tiempo y terminaban ocho días después con el himno de inicio del nuevo partido. Los sábados eran una tregua: mi papá estaba concentrado o jugando a domicilio así que mi mamá nos dejaba ver películas y dormir en su cama. Los domingos, en cambio, se definía la semana, la temporada, nuestra vida. Si el partido era en otra ciudad prendíamos una vela y escuchábamos la radio. Después de una derrota la espera de mi papá era lenta y la semana larga. A veces esto implicaba hacer maletas y cambiar de ciudad. Si jugaban en casa íbamos al estadio, aunque a mi sólo me empezaron a llevar a los siete años. De esa época, tengo el recuerdo de mirar alrededor y ver a treinta mil personas gritando lo mejor y lo peor de mi papá, allá abajo, solo en el arco, protegido por una malla, sosteniéndose en ochenta kilos de fuerza, vitalidad y fervor. Crecer en el medio del fútbol ochentero no significó solamente vivir entre jugadores argentinos, el boom del narcotráfico y la ansiedad del domingo. También implicó aprender a despedirse. En sus doce años de arquero mi papá pasó por el Varta Caldas, el América de Cali, el Santa Fé, el Quindio y el Tolima. Luego recorrió Europa estudiando fútbol y nos instalamos en Bélgica donde trabajó en muchos clubes de diferentes divisiones. A su regreso a Colombia entrenó al Santa Fé y a cuatro equipos de la B. En total para mí: diez ciudades diferentes, trece colegios y treinta y cinco casas, apartamentos u hoteles donde vivimos más de tres meses. Mentiría si digo que me acostumbré a despedirme de mis amigas sin llorar. Tampoco he logrado desocupar una habitación sin mirar atrás. Pero si aprendí a despedirme de mi papá. Hace cuatro años se fue a vivir a Miami. Fue a buscar trabajo en lo único que según él sabe hacer: el fútbol. Nos despedimos con un simple abrazo, cómo todos los intercambiados en los aeropuertos nacionales e internacionales en medio de partidos, copas o pretemporadas. No lloramos, ni sentimos nostalgia. Me quedan siempre sus cimientos y el aprendizaje de vida a través del fútbol: la constancia de los noventa minutos; lo efímero de la gloria y la fragilidad del dinero; el espíritu de anticipación y la importancia de la resistencia; el respeto y escepticismo frente al adversario, la fuerza para enfrentarlo. Sé cómo es la espera hasta el final del segundo tiempo. Y cuando me encuentro con “intelectuales” refiriéndose al fútbol como un mundo salvaje de revancha social y de hombres sin educación, me gusta contarles que mi papá me traía un libro de cada uno de sus viajes a los partidos a domicilio. Debería contarles también que descubrí el teatro en el festival de Manizales, vi los clásicos del cine setentero en Cali, hacíamos torneos de ajedrez en las vacaciones, mientras que en la mesa oía críticas sociales. Nuestros largos recorridos por las rutas colombianas guardan todavía un sabor a salsa melancólica. Tengo diarios de viaje, en tres idiomas, de visitas a los museos europeos y a muchas ciudades del mundo. Este año mi papá volvió a pasar por Colombia, de paso entre Miami y Uruguay. Trabaja, cómo desde hace treinta y tres años, en el fútbol. Una despedida más. Confieso no haberme sentido triste, ni culpable por no estarlo. Mi papá me demostró una vez más su energía devoradora de juego, de sueños, de vida. Valdano dice de los jugadores: “hay los que aman la vida y los que aman el fútbol (los demás sólo son profesionales)”. Pues él ama la vida y ama el fútbol. En sus noches de insomnio mi papá me decía “Algunos no duermen porque no tienen sueño, pero otros no dormimos porque tenemos sueños”. Y ahí sigue él, caminando en ellos y hacia ellos.

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