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La fe también patrulla: la carta de una Teniente al Niño Dios

La escribió cuando estaba de turno y la dejó en el pesebre del comando

Policía de Bolívar

Por: Emilio Gutiérrez Yance

La mañana del 24 de diciembre, cuando el reloj marcaba las 10:30, Colombia pareció desacelerar. A bordo de una patrulla detenida por un instante, el sol se filtró sin pedir permiso por las ventanas y se quedó suspendido sobre el tablero, atento, como si también quisiera escuchar lo que estaba a punto de ocurrir.

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En esa pausa breve del turno —tan corta que no aparece en ningún informe—, una Teniente de la Policía Nacional de los colombianos sacó una hoja en blanco. La radio bajó su volumen, la calle redujo su ruido y hasta el aire pareció contenerse. Con la serenidad que solo concede la luz del día, decidió escribirle al Niño Dios, dejando que la mano avanzara sin prisa, guiada por el corazón.

Más tarde, ya en el comando, el pesebre aguardaba en una esquina. No era solemne ni ostentoso: apenas musgo, paja limpia y figuras gastadas por los años. Un pesebre todavía vacío, paciente, como si supiera que esa mañana no estaba destinado a un nacimiento, sino a una promesa escrita. La Teniente leyó la carta en silencio. No pidió nada para ella. Nunca lo hacen.

“Regálanos la paz”, escribió primero. Y la palabra paz pareció acomodarse sola, consciente del cansancio de un país entero.

Pensó entonces en los niños, niñas y adolescentes: en quienes juegan en calles donde los sueños aprenden a esquivar peligros, en quienes crecieron demasiado pronto. Mientras avanzaban las líneas, el pesebre pareció llenarse de risas invisibles. Pidió que la pólvora no les robe los dedos, que la violencia no les arrebate la infancia, que la escuela llegue antes que el miedo. “Cuídalos”, dejó escrito, y la palabra quedó suspendida, tibia.

Luego llegaron los menos favorecidos. Quienes atraviesan diciembre con lo justo, quienes parten el pan en silencio, quienes sobreviven sin ser nombrados. Pidió que no les falte alimento ni dignidad. Que no sigan siendo sombras en un país que a veces aprende a mirar hacia otro lado. El musgo se movió apenas, como si hubiera asentido.

Pensó también en los campesinos. Los que madrugan antes que el sol y conversan con la tierra como con una vieja amiga cansada. Pidió que nadie los desarraigue, que la violencia no vuelva a cruzar los caminos veredales, que la cosecha sea más fuerte que el miedo. Por un instante, la paja pareció respirar.

El día retomó su pulso. Un saludo al pasar, la radio anunciando la rutina, la vida siguiendo su oficio. La Teniente entendió entonces que esa carta ya no le pertenecía: hablaba por madres que esperan, por hijos que preguntan, por mujeres que cuidan, mandan y resisten desde el servicio, por un país que aún cree, aunque esté exhausto.

Se arrodilló. No por ceremonia, sino por respeto. Con cuidado —como quien entrega algo frágil— dejó la carta en el pesebre aún vacío, entre el musgo y la paja, en el sitio donde horas después reposaría el Niño Dios. El reloj seguía marcando las 10:30, quieto, obediente, como si el tiempo hubiera decidido esperar.

No firmó con su grado. Firmó como mujer, como colombiana, como policía al servicio de la gente. Afuera, la patrulla retomó su ruta y la radio volvió a llamar a la realidad: calles, urgencias, vidas.

La carta quedó allí, pequeña y silenciosa, como una luz encendida en medio de una vía oscura: no alumbra todo el camino, pero basta para no extraviarse. Y así, como esa luz discreta, la fe de la Teniente siguió patrullando una Colombia cansada de sobrevivir, pero todavía capaz de avanzar.