Velas encendidas y voces que regresan: el homenaje de las familias en el Liceo Antioqueño de Bello
El día de hoy, 15 de diciembre se llevó a cabo un acto de reflexión y silencio ante el siniestro vial de los 17 estudiantes bellanitas en Segovia.
Homenjae a los 17 fallecidos en Bello- foto Susana Arcila Jiménez
Bello, Antioquia
El pasado mediodía de un lunes que abría la semana, el sol caía directo sobre el Liceo Antioqueño, en el barrio Santa Ana de Bello. El calor era fuerte, incómodo. Se sentía en la piel. A la entrada, velas blancas, flores frescas y miradas perdidas marcaban el camino.
La portería daba paso constante a busetas, carros particulares y motocicletas. No había filas ni instrucciones. Solo llegadas. Cada persona entraba buscando un nombre, una foto, una razón para quedarse en silencio.
Para llegar al colegio había una pequeña subida. En medio del ascenso, aparecía el primer altar: una Virgen María enrejada, rodeada de velas ya consumidas y otras a punto de apagarse. El fuego tocaba la grama, quemaba el césped y dejaba ceniza. Como las vidas jóvenes que se quedaron a mitad de camino.
Al fondo, en la recepción principal, estaba el altar central. Había poca gente y las familias se iban retirando lentamente, igual que las llamas. Fotografías apoyadas en el suelo. Retratos de grado. Toga, birrete, sonrisas detenidas en el tiempo.
Entre oraciones institucionales, rezos familiares y murmullos de periodistas, el velón del gobernador de Antioquia, Andrés Julián Rendón, se encendía junto a los demás. Sin protagonismos. Solo acompañamiento. Trajes formales, vestidos sobrios. Pocas infancias caminaban: la mayoría permanecía sentada en el césped, quieta, observando.
Al fondo, la fachada amarilla del colegio permanecía intacta. El letrero decía: “El Liceo somos todos”. La luz no le llegaba de frente. La penumbra lo cubría.
Mientras avanzaba el acto, las voces del presente se mezclaban con voces grabadas, testimonios recogidos en otros momentos. Relatos que no estaban ahí físicamente, pero que regresaban con fuerza.
Una de esas voces era la de Carlos Gutiérrez, abuelo de Valeria López, una de las estudiantes fallecidas. Hablaba despacio. Hacía pausas. Repetía.
Recordaba a Valeria como una estudiante ejemplar. Casera. Cercana. Inseparable de su familia. Hablaba de la fiesta de grado. Decía que fue especial. Que estuvieron todos. Amigos, papá, mamá, abuelos. Valeria estaba feliz.
Luego, la voz cambiaba.
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Contaba que el bus venía fallando, que paraba cada diez o quince minutos. Que abrían las ventanas para poder respirar. Insistía en algo: no había sido un microsueño. Decía que el vehículo venía varado desde hacía rato. Que pidieron otro transporte. Que nunca llegó.
Hablaba de las llamadas, de la inquietud. Decía que Valeria llamaba seguido, que sonaba asustada, que decía que venían muy despacio.
La última llamada había sido con la mamá.
El audio se cortaba.
El presente volvía.
Las velas seguían ahí. Algunas apagadas. Otras resistían al viento leve.
Luego aparecía otra voz grabada. Era la de Simón García, novio de Mariana Upegui. Hablaba con serenidad contenida.
Contaba que a Mariana le fascinaban los libros. Que leer no era un gusto, sino su forma de estar en el mundo. Decía que quería ser docente y que, hacía pocos días, había pasado a la Universidad de Antioquia, a la Licenciatura en Lengua Castellana. Tenía 18 años. Era inteligente. Segura.
Simón hablaba del viaje. Decía que lo sabía. Que este no le daba confianza. Un presentimiento. Se lo dijo. Le pidió que no fuera. Ella fue.
Aclaraba algo: la pasó bien. Disfrutó.
La última comunicación había sido la noche anterior al accidente. No hubo llamadas después. Solo videos. Momentos breves.
Lo último que compartieron fue un poema que él escribió. Hablaba de deseos lanzados como monedas. De velas apagadas. De pedir siempre lo mismo. No milagros grandes. Solo ella.
La grabación terminaba.
El presente volvía otra vez.
El reloj marcaba la 1:30 de la tarde. Hora de almuerzo. Hora de irse.
La lluvia empezaba a caer suave, como aviso de cierre. Los visitantes se retiraban. Las velas permanecían. Al final de la subida, ya afuera del colegio, vecinos de Bello seguían llegando. Dejaban una vela. Caminaban despacio. Observaban. Pensaban.
El bus integrado pasaba más lento de lo habitual. Desde las ventanas, las miradas se quedaban un segundo más de lo normal. No había gestos. Había silencio. Lejos de los pupitres, lejos de los cuadernos y de las carreras por empezar, Bello mantiene las velas encendidas, aún cuando la lluvia las consume poco a poco.
En paralelo al homenaje en el Liceo Antioqueño, la ciudad también había realizado un velatón público. El pasado 15 de diciembre, en el Parque Principal Santander, ciudadanos se reunieron a las 5:30 de la tarde bajo el nombre Velatón por la vida, un acto simbólico en memoria de los 17 bellanitas fallecidos. La convocatoria fue realizada por Asogesco y contó con el apoyo de la Alcaldía de Bello. Velas, lazos negros y mensajes breves marcaron la jornada colectiva de duelo.
Una vela por los sueños de la juventud.
Una vela por los que no volvieron.
Una vela por Bello.