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Me dijeron que no: la experiencia de Enrique José Rodríguez

Su libro es apenas una pieza de ese recorrido, una forma de poner en palabras lo que ya practica desde hace años: reconocer los tropiezos, aprender de ellos y seguir caminando

Enrique Rodríguez

Cuando Enrique Rodríguez recuerda su adolescencia en Maracaibo, lo hace con una imagen muy precisa: él, corriendo detrás de productores en un canal regional, ayudando a ordenar papeles y cables, mientras observaba de reojo a quienes estaban frente a la cámara. Tenía dieciocho años y una convicción clara: quería estar allí, en el lugar donde ocurría la conversación. Pidió una oportunidad y recibió una respuesta corta y definitiva: no.

Años después, esa palabra se transformó en un tema recurrente de su vida. No como una herida, sino como un recordatorio de que el rechazo también puede ser útil. Cada negativa lo obligó a repensar su camino, a ajustar lo que sabía y a aprender lo que le faltaba. Con el tiempo, entendió que los “no” eran parte del proceso, y decidió escribir sobre ello en un libro que no concibió como publicidad de sí mismo, sino como ejercicio de memoria y de honestidad.

El texto, titulado Me dijeron que no, no busca fórmulas ni moralejas. Está escrito como quien conversa, con recuerdos de noches en la radio, de incertidumbres profesionales y de amistades que sirvieron de apoyo en momentos complicados. Más que un producto editorial, funciona como un archivo personal en el que Enrique dejó constancia de lo aprendido: que la constancia suele pesar más que el talento y que las caídas enseñan tanto como los aciertos.

Hablar con él es comprobar que mantiene la misma sobriedad que transmite en sus páginas. No dramatiza los tropiezos, tampoco los disfraza. Reconoce que hubo etapas difíciles, decisiones erradas y dudas sobre su futuro. Pero al mismo tiempo, subraya que esas experiencias fueron las que lo empujaron a crecer. No se presenta como un héroe, sino como alguien que encontró en la persistencia una manera de avanzar.

Hoy, radicado en Miami, continúa con múltiples proyectos en medios y en asesoría, pero no pierde de vista ese aprendizaje inicial. Suele decir que no hay comunicación real sin escucha y que no hay trayectoria que se construya sin obstáculos. Esa mirada lo define tanto en su trabajo frente a las cámaras como en su trato cotidiano con colegas y estudiantes a quienes orienta.

El libro, en ese sentido, es solo una extensión de su forma de ser. No lo menciona como logro comercial, sino como parte de un proceso personal: ordenar sus recuerdos, reconocer sus miedos y darle un sentido a lo que parecía no tenerlo. Para quienes lo leen, lo valioso no está en la historia de un comunicador exitoso, sino en la sinceridad de alguien que admite sus dudas y las comparte sin adornos.

Al mirar hacia atrás, Enrique no destaca únicamente los momentos de mayor visibilidad. Habla con igual claridad de las veces en que pensó que debía empezar de nuevo, de los rechazos que parecían definitivos y de la paciencia que debió cultivar. Esa transparencia se refleja en sus entrevistas, en la calma con la que aborda a los artistas y en la confianza que transmite a quienes lo escuchan.

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En su relato, los “no” dejaron de ser un obstáculo para convertirse en parte natural del camino. Esa idea, más que un eslogan, es una forma de vida. No se trata de celebrar el rechazo, sino de aceptarlo como etapa necesaria para crecer. Y al compartirlo, Enrique ofrece una perspectiva distinta: la de un comunicador que no oculta la dificultad, que no necesita adornar su trayectoria y que encuentra en la experiencia cotidiana su principal fuente de aprendizaje.

La historia de Enrique Rodríguez, vista desde esta perspectiva, no se define por el éxito inmediato, sino por la manera en que supo sostenerse cuando las cosas no salieron como esperaba.