El burro: guardián de un pasado que se apaga
Artículo escrito por el subintendente Emilio Gutiérrez Yance, jefe de comunicaciones estratégicas del Departamento de Policía Bolívar
Departamento de Policía Bolívar
Cartagena
Artículo escrito por el subintendente Emilio Gutiérrez Yance, jefe de comunicaciones estratégicas del Departamento de Policía Bolívar
Dicen los viejos de Mompox que el tiempo camina lento por estos pueblos donde el río habla bajito. Pero aunque camine despacio, siempre se lleva algo consigo. Y uno de los recuerdos que el tiempo se ha ido llevando, paso a paso, como la corriente del Magdalena, es la figura humilde del burro.
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Mi abuela solía contarme que, al despuntar el alba, cuando el cielo todavía era una tinaja de azul profundo, los campesinos salían hacia el campo. El silencio sólo lo rompía el chillido de algún gallo madrugador y el sonido pausado de las pezuñas sobre el polvo del camino.
Sobre los lomos de sus burros iban los hombres—sombreros de ala ancha, machete al cinto, esperanza en el pecho. El burro no era solo un animal: era compañero, era sostén, era paciencia hecha carne.
“El burro sabía el camino aun cuando el hombre lo olvidaba,” decía mi abuela, con voz que parecía venir de otro tiempo.
Había una escena que ella repetía con cariño:
Un campesino, sentado en su burro a la orilla del río, tomando un tinto caliente en un posillo sin oreja. La hornilla de barro echando humo, el olor del café mezclado con el viento húmedo de la ciénaga, y las palabras simples que valían más que cualquier discurso:
—¿Cómo amaneció el maíz?
—Nació parejo. Dios quiso.
No hacía falta más.
Pero los años, que nunca se detienen, trajeron el ruido. Llegaron las motos, veloces y nerviosas, con su humo y su prisa. Y poco a poco, los burros fueron quedando de lado, como los corredores antiguos, los patios de tierra, y las conversaciones sin reloj.
Hoy, casi no se les ve. Algunos niños, incluso, no saben nombrarlos.
Sin embargo, cuando cae la tarde y el sol enrojece los tejados de Mompox, hay quienes juran que aún se oye, lejano, el ritmo lento de unas pezuñas caminando. Como si la memoria, testaruda, no quisiera irse del todo.
Porque el burro no fue solo un animal de carga.
Fue parte del pueblo, de la tierra, de la vida sencilla.
Fue testigo de un tiempo donde la gente caminaba despacio…
y el corazón también.
Recordarlo es recordar quiénes fuimos.
Y quizás, quiénes aún podemos ser.