Cultura

El prólogo de 'Finales tristes: crónicas de amor y muerte'. Exclusivo Caracol

Lea el prólogo del ex presidente Ernesto Samper Pizano para el libro “Finales tristes: crónicas de amor y muerte”.

Lea el prólogo del ex presidente Ernesto Samper Pizano para el libro “Finales tristes: crónicas de amor y muerte”, donde el periodista Edgar Artunduaga narra los últimos días del ex alcalde de Bogotá Julio César Sánchez, los hombres de radio Juan Harvey Caycedo y Julio Arrastía Bricca, el banquero Jaime Michelsen Uribe y el ex gobernador del Huila Jaime Lozada.
Si a Juan Harvey Caycedo lo acabó la modernidad, a Julio Arrastía lo acabó su memoria; a Jaime Lozada Perdomo la violencia; a Jaime Michelsen la envidia y a Julio César Sánchez el despecho. Ahora, cuando he leído, de un solo tirón, las páginas del libro Finales Tristes, de Édgar Artunduaga, me di cuenta, con algo de sobresalto, que la vida de estos cinco personajes se entrecruza con escenas y momentos importantes de mi propia vida. Dios teje a su antojo el destino de los hombres, decía Shakaspeare. Recomiendo estas semblanzas de vida, desbordantes de recuerdos y anécdotas que fluyen de la buena pluma de Édgar Artunduaga.
Jaime Michelsen ocupa un sitio preferencial en mi vida; fue la persona que me dio la primera oportunidad laboral en el Banco de Colombia, cuando yoacababa de ingresar a estudiar Derecho en la Universidad Javeriana en compañía de su inolvidable esposa María Cristina. Recuerdo nuestra telegráfica conversación de ese día: “Bueno, Samper, le voy a dar el puesto pero no le cuente a sus condiscípulos, porque me llenan aquí de hojas de vida”. Del Banco de Colombia salí para la Asociación Nacional de Instituciones Financieras (ANIF) y de allí a la vida pública hasta alcanzar la Presidencia de la República. Siempre estuve acompañándolo a él y a su familia, especialmente en los momentos críticos. Como Presidente intervine para que, ya moribundo, le permitieran recuperarse en su casa de la dolorosa enfermedad que se lo llevó a la tumba; y antes de su partida definitiva, le ofrecí una cena en Palacio con amigos comunes y su familia que recuerdo con especial cariño. A Jaime Michelsen lo mató la envidia de sus enemigos. Mucha gente ignora por completo que no vivió ni murió como un hombre rico; era un empresario calvinista en el más estricto sentido de la palabra: trabajaba para crear riqueza y no para hacerse rico. La fortaleza formidable de su Grupo, el Grancolombiano, contrastaba con la austeridad de sus hábitos del día a día: ver televisión, ir a un cine, disfrutar de sus hijos en la finca campesina. Esa actitud de competencia limpia despertó la envidia de sus competidores que se convirtieron, aliados con sus padrinos políticos, en sus peores enemigos. Su fuerza creadora, yo diría que arrolladora, se convirtió en una amenaza para los viejos y timoratos estilos de manejar los negocios a las escondidas. Su hijo Pablo, como su tocayo San Pablo con Cristo, asumió de manera admirable su defensa y la reivindicación de sus apellidos. En el entierro de María Cristina, su ángel guardián, pocos años después de su muerte, me llamó la atención que no había una sola persona de las allí presentes a la cual Jaime Michelsen no le hubiera hecho ‘el favor de su vida’, como me lo hizo a mí ese día de febrero de 1969, cuando me nombró auxiliar grado tres del Departamento de Personal del Banco de Colombia, encargado de liquidar cesantías.
La familia Lozada Perdomo era una familia feliz; Jaime, el padre, gozaba del prestigio de haber sido un buen gobernador; tan bueno era que yo lo llamaba el “gran ordeñador”: cada cita suya a Palacio costaba millones de pesos en obras, proyectos, subsidios. Las achiras y quesillos que llevaba, inefablemente, como contraprestación, desde entonces son considerados como los más costosos en la historia de la gastronomía del Huila. Afable, descomplicado, con esa capacidad que tienen los opitas para resumir situaciones complejas en frases sencillas. Nada le faltaba a la familia Lozada, le sobraban los amigos. Después de pasar por un breve periodo por el Consulado de Londres, a la familia Lozada le llegó la mala racha. Secuestraron a su maravillosa mujer, Gloria, y a sus dos hijos mayores, en el famoso secuestro colectivo del Edificio Torres de Miraflores de Neiva; Jaime liquidó todo su patrimonio familiar para pagar el rescate de Juan Sebastián y Jaime Felipe; poco después le quitaron la investidura como Senador y murió su hermano Ricardo. En el interregno del secuestro y la liberación de sus muchachos, la gente le pidió que lanzara a su esposa secuestrada a la Cámara; se trataba de un reconocimiento público a las obras sociales que ella adelantaba que podría influir -según me comentó Jaime privadamente- para que las Farc entendieran que la pareja estaba al servicio de las mismas causas sociales por las cuales, al menos en teoría, luchaba la guerrilla que la tenía secuestrada y accedieran a liberarla. No fue así, apenas se supo del triunfo rotundo de Gloria en las elecciones, la trasladaron al grupo de los secuestrados canjeables. El ingrato destino le tenía otra terrible sorpresa preparada a la familia Lozada: como resultado de una equivocación, Jaime, confundido con otro personaje, fue asesinado cuando regresaba de una correría política en el sur del Departamento. Hoy la familia ya no es una familia feliz, para ellos no habrá fiestas, al menos en este año, con dulce de navidad y asado; las tamboras y los tiples no alegrarán su año nuevo y la mamá, aún secuestrada, sigue esperando que esa violencia “que pisa duro” le de a su familia un respiro a su tragedia.
De Julio César Sánchez sólo se pueden tener recuerdos gratos. Lo conocí al frente de la Gobernación de Cundinamarca y más tarde fuimos aliados para tomarnos Bogotá, con Luis Carlos Galán, en lo que se conoció como ‘Sagasa’: Sánchez, Galán y Samper. Viví de cerca su amor por la dirigente liberal Clarita Pinillos quien, con su hermano Antonio, ha estado cercana a mis afectos políticos desde hace varios años. Lo que sostiene en este libro
Artunduaga es rigurosamente cierto; además de su amor, que fue mucho y muy sincero, Clarita le dio a Julio César un proyecto de vida, una razón distinta de vivir, que entró en inmediata contradicción con el profundo amor que Julio César le profesaba a su familia. Su vida, así, se convirtió en
una de esas empanadas boyacenses, mitad conejo, mitad caballo, a las que Sánchez se refería cuando quería aludir a una situación compleja en materia
política. Y tal vez por aquello de que “el amor es eterno mientras dura”, Sánchez se consumió en una tristeza profunda cuando se decidió a pagar el
alto precio de Clarita para conservar su familia. Este despecho, las secuelas del secuestro de que fue víctima y la amenaza de un cáncer que quería sitiarlo en mitad de la vida, lo llevaron a un final que no tenía nada que ver con la alegría y el sentido del humor con que Julio César Sánchez siempre vivió su vida.
Sánchez tuvo así un final tan trágico como el de Juan Harvey Caycedo, acosado por la cancelación de los espacios radiales a los cuales había entregado su vida; quitarle su papel de gringo en La Luciérnaga, impedirle ‘pasar la tarde’ con sus oyentes, prohibirle la emisión de boleros de medianoche fue para Caycedo lo mismo que haberle quitado una mujer bonita como Lucía, su esposa, o Paola, su hija, mi ahijada, que lo acompañaba religiosamente todos los veinte de julios, vestido de oficial de la reserva del Ejército de Colombia, en el desfile de las Fuerzas Armadas con ocasión de su día. Juan Harvey vivía su oficio de locutor con la misma
pasión con que su hermano medio, Antonio José Caballero, el ‘Comandante Caballero’ ha vivido el periodismo. Varias veces lo recibí en Palacio, en compañía de Alberto Piedrahita Pacheco, para escuchar su discurso, absolutamente válido, a favor de la profesionalización del oficio de locutor. Como lo relata aquí deliciosamente Artunduaga, unas de las diversiones de los viejos zorros locutores, como Caycedo y Piedrahita, era la de reunirse a tertuliar y burlarse de ellos mismos transmitiendo cada uno lo que sería el entierro del otro contertulio. Lastimosamente, Juan Harvey no tuvo la oportunidad de haber transmitido su propio entierro, ni entonar en la iglesia El Cantar del Llano que lo transportaba a las llanuras sublimes donde todos pensamos, equivocadamente, que había nacido uno de los hijos más ilustres de Santander de Quilichao.
Ahora bien, si de transmisiones se trata, el único personaje de esta serie de Finales Tristes que no conocí fue a Julio Arrastía quien dejó de transmitir ciclismo cuando se percató de que su memoria se había declarado en operación tortuga y más tarde en plena rebeldía; teníamos con él, eso sí, amigos comunes como ‘El Zipa’, ‘El Pajarito’ Buitrago, Efraín Forero, ‘Cochise’ y Ramón Hoyos, a quienes Julio me enseñó a querer cuando, en la década de los sesenta, pasaba días enteros con mis hermanos mayores, Daniel y Juan Francisco, escuchando las narraciones apasionantes de Arrastía, mientras jugábamos nuestra propia vuelta a Colombia en un viejo tablero de juguetes Búfalo o en las aceras de nuestra casa con tapas de Kolkana-Paga debidamente balanceadas con esperma y corchos a la medida. El relato de Artunduaga sobre cómo la familia sacaba a Julio, cuando ya estaba perdido en el mundo, a transmitir virtualmente la travesía de un mensajero por las calles de Medellín o el ascenso por la avenida de las Palmas de un novato, es de una ternura conmovedora y aleccionante. Ignoro si, deliberadamente, Artunduaga no quiso redactar un epílogo al libro que hoy les presento. Mi conclusión, sencilla, es que estos personajes vivieron y muy bien sus vidas, supieron sembrar recuerdos de alegría entre sus amigos y sus familias y demostraron que, sin importar el desenlace triste de su trasegar feliz por esta tierra, demostraron que tenía razón quien afirmó que “la vida no es medida por el número de respiraciones que tomamos, sino por los momentos que nos hacen contener la respiración”. Y ellos tuvieron muchos momentos de respiración contenida, incluido el momento triste de su partida.
Ernesto Samper Pizano
Ex presidente de Colombia
Bogota, diciembre del 2007

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