Cultura

Murió el escritor boyacense Fernando Soto Aparicio

En Bogotá a sus 83 años murió el autor de 'La rebelión de las ratas'.

Soto Aparicio y su más reciente libro

Soto Aparicio y su más reciente libro / Fotos tomadas de Facebook

Tunja (Colombia)

Caracol Radio confirmó que en las últimas horas, murió en Bogotá el escritor, poeta y guionista boyacense Fernando soto Aparicio, nacido hace 83 años en Santa Rosa de Viterbo (Boyacá).

El maestro falleció luego de padecer desde hace algunos años un cáncer gástrico, que lo fue deteriorando hasta apartarlo del mundo de las letras y de la academia, pues también fue catedrático de universidades en la capital del país.

En 1961, Soto Aparicio recibió el premio Selecciones Lengua Española con su obra “La Rebelión de las Ratas”. Además, fue Premio Casa de las Américas en 1970 y Premio Ciudad de Murcia en 1971.

Los boyacenses expresan su tristeza y condolencias en las redes sociales, al igual que historiadores y escritores colombianos, ya que era uno de los hombres más queridos en Boyacá.

Mensaje de Fernando Soto Aparicio:

Me ha tocado (no en suerte; tampoco sé si en desgracia) una de esas enfermedades irreversibles y perversas (un cáncer agresivo y cruel). Este tiempo lo he dejado plasmado en "Bitácora del agonizante" como testimonio poético de mi paso por el dolor. Yo, como todos los seres humanos, amanezco siempre con un día menos de vida, pero voy a vivir hasta el último instante, hasta el aliento final. Esta es mi respuesta a las preguntas que se han suscitado desde muchos de mis contactos en facebook. Gracias por sus buenos deseos, gracias por sus oraciones, gracias por toda la energía Universal conque me rodean... y un abrazo bien fuerte (porque el cáncer no es contagioso).

Poema mencionado y tomado de su perfil en facebook:

BITÁCORA DEL AGONIZANTE.

PANAMERICANA EDITORIAL. NOVIEMBRE 2015.

UMBRAL PARA LA ENTRADA

Las mujeres que iluminaron los pasos de mi vida, son las mismas que están acompañándome en los pasos difíciles de mi agonía.

Esas mujeres son centenares, y viven en las páginas de mis libros. Desde ese lugar privilegiado, a donde no llega el olvido, han alumbrado los rincones oscuros de millones de lectores, se han compenetrado con ellos, se han incorporado a la realidad de la ficción, que es más trascendental que la realidad de lo cotidiano.

Con el paso del tiempo, las personas se van desdibujando. Pero los personajes de los libros son eternos.

Ellas entonan mi canto con el mismo resentimiento, la misma resignación y la misma amargura. Están acompañándome en la desesperanza y la maldición, en la esperanza y la blasfemia, en el padecimiento y el llanto silencioso y escondido. Ellas se quedan sentadas a la orilla de mi lecho en las noches interminables del sufrimiento, y descorren las cortinas del cielo para que amanezcan los minutos de la conformidad y la confianza.

Esas mujeres que nacieron de mi costumbre de mirar todas las dimensiones de la vida, de mi disposición para oír millares de confidencias y de frustraciones; esas mujeres que son la suma y la multiplicación de mujeres de carne y hueso y alma y pasión, que hacen a diario una existencia anodina y que de repente cobran perfiles que las convierten en heroínas o mártires; esos seres profundamente valiosos, cálidos, cercanos, idealizados y fraternos, contradictorios y magníficos; esas mujeres que desde las páginas de mis libros se han convertido en símbolos, en representación viva de todos los pecados y todas las virtudes, son las que ahora me ayudan, me sostienen, me animan, lloran a mi lado, y conmigo esperan aun cuando ya no queda una esperanza.

La muerte y la vida son hermanas gemelas, que avanzan de la mano. La una no existe sin la otra. Vemos a la vida como un amanecer permanente, una cosecha de duraznos, la clarinada de los gallos en el comienzo de la alborada, el primer beso que nos sacude cuerpo y alma. Y a la muerte como un foso oscuro en cuyo fondo no sabemos si existe el agua; o un túnel que puede tener una entrada pero que quizá jamás podrá tener una salida, o un adiós que no tendrá retorno, o una noche para la que no existirá la madrugada.

Morir es lo más cierto de la vida. Pero no es justo que para llegar a la muerte se obligue a los seres humanos a un sufrimiento desmedido. ¿Qué sentido tiene el dolor? Ninguno: es absurdo, es abusivo, es una maldición que no debe caerle encima a una persona indefensa. Morir debería ser, para el que muere, tan fácil como nacer, para el que nace. Después del nacimiento queda el milagro maravilloso de la vida. Después de la muerte, ¿qué? ¿Y para qué esa antesala pérfida y sádica del dolor?

Me ha tocado (no en surte; tampoco sé si en desgracia) una de esas enfermedades irreversibles y perversas. Pero voy a vivir hasta el último instante, hasta el aliento final, hasta el postrer destello. ¿Después? No sabremos, nunca sabremos, si habrá un después.

En cada uno de los Salmos que jalonan este peregrinar por un almanaque de dolores y rebeldías, de un inevitable conformismo y de la rabia sorda y resentida del que sólo nació para empezar a morir, he colocado la voz de una o de varias de las mujeres que surgieron de mi imaginación, y que fueron afirmando su vida en cada una de las novelas, los cuentos o los poemas que escribí. Al comienzo de cada Salmo hago de cuenta que lo declaman las mujeres que han sido mis compañeras, cómplices, confidentes, amantes, hermanas. No figuran todas –en realidad, esas presencias femeninas que sostienen el peso dramático de los 70 libros que he publicado son más de trescientas. Pero estas voces elegidas sirven para acompañarme en los días grises y melancólicos –y nostálgicos, porque nostalgia es una de las palabras más bellas de nuestro idioma- de mi agonía.

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